La wikipedia asegura que la expresión 'leyenda urbana' fue acuñada por el norteamericano Richard Dorson. Con ella, pretendía definir toda aquella historia moderna 'que nunca ha sucedido, contada como si fuera cierta'.



Propagada boca a boca o por esas interminables cadenas de correo electrónico, su contenido termina siendo para muchos una verdad absoluta, como si uno mismo la hubiera vivido en primera persona. Luego, restablecer lo cierto se convierte en una misión difícil, cuando no imposible. Sobre todo, si los principales afectados no tienen voz, sino ladrido.



Una de esas leyendas urbanas es la que asegura que los perros policías especializados en localizar droga son capaces de encontrar el estupefaciente, no por su fino olfato, sino porque son yonkis de cuatro patas. Es decir, que si encuentran la cocaína oculta en el doble fondo de una maleta no es porque hayan sido capaces de detectar el olor a mojado que despiden los paquetes de esta droga, sino porque entre ración y ración de pienso, sus adiestradores les han metido una rayita. Aquellos que intentan dar más verosimilitud a la leyenda, añaden que la insistencia del pobre animal en arañar el lugar donde se esconde la droga es fruto de la crueldad policial: después de engancharlos, los sacan a la caza de narcos en pleno mono.



Si todo esto fuera cierto, como los perros adiestrados son capaces de localizar indistintamente hachís, cocaína, heroína y lo que se tercie, estaríamos ante dramáticos casos de politoxicomanía perrunas dignos de ser denunciados ante el Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Y qué decir de los que localizan material explosivo? Sin duda, sus adiestradores les han enganchado a la goma 2 después de sustituirle las salchichas de la merienda por cartuchos. ¿Y los que encuentran personas bajo los escombros o después de un alud? Seguro que les llevan hambrientos a desayunar a los cementerios.



Una simple salchicha

La verdad, sin embargo, es mucho más prosaica. Los perros de la Policía y la Guardia Civil, y los de cualquier cuerpo policial del mundo, no son drogados ni alimentados con trozos de cadáveres o dinamita, sino que su adiestramiento es un simple juego al más puro estilo de Ivan Pavlov, aquel fisiólogo ruso que se valió precisamente de perros para demostrar su teoría del reflejo condicionado. Objetivo logrado, premio entregado. ¿Y cuál es el premio? Para muchos, simplemente un rollo de tela y unos minutos de juego con su amigo y guía, el policía que le acompaña. Para otros, algo de comida.



Hace unos años conocí a Canito, un sabueso especializado en la búsqueda de personas cuyo mayor placer era degustar una sencilla salchicha. Ese fue el premio que recibió cuando localizó gracias a su fino olfato el cadáver de Donovan Párraga, un niño desaparecido que finalmente fue hallado en el fondo de una poza. También conocí a Black, un pastor alemán que estaba destinado en el madrileño aeropuerto de Barajas detectando alijos de drogas y que, incluso, localizaba pastillas de éxtasis. A este, lo que más le gustaba, según el guardia civil que le servía de guía, era ladrar a todos los vehículos de Iberia con los que se cruzaba. Pero sólo a los de Iberia. Manías de perro. ¿O es que iba drogado?


Por Óscar López-Fonseca en Público