miércoles, 9 de septiembre de 2015

PERROS


Aquel animal resultaba conmovedor. Se desparramaba cada mañana en la acera a los pies de su amo, un ciego que vendía cupones en la calle de Fuencarral, y no movía un músculo hasta que el invidente levantaba el campo para irse a comer. Era un perro labrador color canela que había adquirido el mismo gesto de ternura que su dueño, una tristeza lánguida que irradiaban los ojos de ambos aunque los del uno vieran y los del otro no. Era evidente que aquel fenómeno no era el fruto de una circunstancia casual, sino que respondía a la estrecha relación de mutura dependencia que mantenían el hombre y la bestia. La imagen de aquel ciego y su perro me ha venido por contraste a la memoria ante la alarma social creada a raíz del suceso protagonizado por un dogo argentino que mató a dentelladas a un niño de cuatro años en Palma de Mallorca. El terrible episodio muestra claramente hasta qué punto resulta peligrosa la moda creciente de los perros de presa.
En nuestra región hay contabilizados casi nueve mil de estos animales, muchos de cuyos dueños no han tenido nunca un perro ni tampoco mayor cariño o afición a los animales. Los adquieren para presumir, o lo que es peor, para enfrentarlos en sangrientas peleas clandestinas donde se matan a dentelladas. Con esa intención son entrenados desde cachorros, premiándolos cada vez que logran fijar una mordida.


Cuentan los criadores que entrenando a un pitbull, como ya hacían en la Edad Media para que lucharan contra los osos, puede lograrse una potencia de cuatrocientos kilos en su bocado. Se dan casos en los que hay que introducir una barra de hierro entre las mandíbulas del animal para obligarle a que suelte una pieza tras mantenerla atenazada durante horas. Ejercitando su agresividad lo que consiguen, en definitiva, es estimular in extremis el instinto de presa que ese tipo de canes lleva en los genes hasta convertirlos en un arma de alto riesgo. Un instrumento capaz de matar con la misma eficacia que una pistola o una escopeta, aunque sin el nivel de control que permiten los mecanismos que disparan las armas de fuego. Los perros de presa no tienen gatillo que los accione y sus ataques tampoco responden siempre a una decisión humana, sino a determinadas actitudes que ellos pueden interpretar erróneamente como hostiles.


Esta afición a los rottweiler, dobermans, dogos o staffordshire terrier nos llegó aquí con retraso respecto a Gran Bretaña y Francia, pero vino con fuerza. Se ha implantado de la misma forma irresponsable y descontrolada sin que la experiencia previa de esos países nos haya servido para escarmentar en cabeza ajena. El Gobierno francés ha prohibido ya la venta y adiestramiento de los pit bull porque en la última década quince personas han muerto por ataques de perros agresivos. En nuestro país y a pesar de que cada año se producen más de diez mil agresiones caninas, estaba todo por hacer. La Comunidad de Madrid, y a raíz de los últimos acontecimientos, aprobó el jueves un decreto para regular la tenencia de canes de razas agresivas por el que obliga a sus dueños a llevarlos con cadena y bozal, se reserva el derecho de sacrificar o esterilizar a los animales que hayan causado algún daño y exige contratar un seguro de responsabilidad civil de 20 millones. Los perros cumplen una función social de compañía innegable y todo un papel en materia de seguridad. No tienen horario de trabajo ni días libres y tampoco cotizan a la Seguridad Social, pero utilizarlos supone adquirir un compromiso de responsabilidad que los propietarios no siempre parecen asumir. "Ate usted al niño y yo ato al perro", le oíamos decir al dueño de un dogo que acababa de tumbar a un crío y le mostraba los dientes propinándole un susto de muerte. La culpa nunca es de los perros, sino de los amos que con frecuencia buscan en el animal una prolongación de su propia personalidad. Detrás de un animal agresivo suele haber un amo agresivo y esa comunión es a veces tan intensa que por mimetismo terminan por parecerse. Es el anverso oscuro, el resultado contrario a la relación que mantiene aquel ciego de la calle de Fuencarral con su fiel lazarillo. Cuando vea un perro violento, no deje de mirarle la cara a su amo.

Escrito por Carmelo Encinas en El País