Era un día perfecto. Una mañana de sábado con un sol tan intenso como frío. Ideal para dar un paseo; para disfrutar del invierno a sorbos, con pasos tranquilos a través del campo adormecido por la helada. Admirando extasiado el vuelo acrobático de los milanos reales, escuchando el lejano trompeteo de las grullas, siguiendo la carrera saltarina del corzo, el vuelo poderoso del halcón peregrino. Un día perfecto hasta que me di de bruces con él. Colgado de una rama. Esquelético cual momia profanada. Ahorcado. Una brutal herida señalaba el sitio donde llevaba el chip identificador, arrancado para eliminar pruebas.
Era un pobre perro de caza. Galgo o podenco, daba lo mismo. Su dueño había decidido eliminarlo una vez concluida la temporada de caza.
“Lo he quitado”, explicaría en el bar a sus amigos de escopeta mientras se bebía de un trago una generosa copa de sol y sombra. “No servía. Muy despistado. Y flojo. Se cansaba enseguida”.
El resto de la cuadrilla asentiría comprensiva. No más preguntas. No tiene sentido cuidar durante todo el año a un perro que no se gana en conejos y liebres el pienso que se come. “Ven aquí bonito”. “Mete la cabeza en este collar de alambre”. Tirón y a tomar por el culo. No pasa nada. Encontraré otro mejor.
Sólo en España y durante los meses de enero y febrero, unos 50.000 perros aparecen ahogados en pozos, ahorcados, disparados, envenenados, atropellados o abandonados. Las protectoras están desboradas. E indignadas.
El problema se solucionaba prohibiendo usar estos animales para cazar, pero sería tanto como prohibir la caza, pues el cazador no es nada sin sus perros. Por lo menos habría que endurecer las penas por maltrato animal y poner fin a la impunidad de la que gozan estos salvajes sin sentimientos. Porque yo no quiero más paseos de muerte.
El año 2014 PACMA presentó un dossier en el que se documentaban cincuenta casos de maltrato a galgos. Fueron seleccionados entre cientos de ellos que se pudieron documentar en solo unos meses en diversas provincias españolas.
Publicado en 20minutos
Era un pobre perro de caza. Galgo o podenco, daba lo mismo. Su dueño había decidido eliminarlo una vez concluida la temporada de caza.
“Lo he quitado”, explicaría en el bar a sus amigos de escopeta mientras se bebía de un trago una generosa copa de sol y sombra. “No servía. Muy despistado. Y flojo. Se cansaba enseguida”.
El resto de la cuadrilla asentiría comprensiva. No más preguntas. No tiene sentido cuidar durante todo el año a un perro que no se gana en conejos y liebres el pienso que se come. “Ven aquí bonito”. “Mete la cabeza en este collar de alambre”. Tirón y a tomar por el culo. No pasa nada. Encontraré otro mejor.
Sólo en España y durante los meses de enero y febrero, unos 50.000 perros aparecen ahogados en pozos, ahorcados, disparados, envenenados, atropellados o abandonados. Las protectoras están desboradas. E indignadas.
El problema se solucionaba prohibiendo usar estos animales para cazar, pero sería tanto como prohibir la caza, pues el cazador no es nada sin sus perros. Por lo menos habría que endurecer las penas por maltrato animal y poner fin a la impunidad de la que gozan estos salvajes sin sentimientos. Porque yo no quiero más paseos de muerte.
El año 2014 PACMA presentó un dossier en el que se documentaban cincuenta casos de maltrato a galgos. Fueron seleccionados entre cientos de ellos que se pudieron documentar en solo unos meses en diversas provincias españolas.
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