viernes, 15 de enero de 2016

SAN ANTÓN; POR MONCHO ALPUENTE



Barrocas cuestiones relacionadas con la intrincada heráldica de la imaginería cristiana obligaron a San Antonio Abad a compartir su peana con un cerdo, animal sin ninguna propensión a la mística ni a la estética, incómodo huésped con un episodio, sin duda ejemplar pero escasamente representativo en su biografía de esforzado ermitaño que, harto de afrontar en solitario su lucha, cuerpo a cuerpo, con Luzbel polimorfo y perverso, acabó inventando los monasterios y patentando la vida monástica para hacer frente común ante el Maligno que adoptaba los más imaginativos disfraces para tentarle en las profundidades de su gruta.Pero precisamente fue el anecdótico gorrino el que le haría merecedor de la devoción popular, del cariño de toda la parroquia aficionada a la santería que le consagraría patrono de los animales antes que de los frailes y no tardaría en llamarle con familiariadad San Antón, tal vez por sus frondosas y formidables barbas y sus greñas de eremita. El perro de San Roque, el cerdo de San Antón, el traje de romano de San Pancracio o la paloma del Espíritu Santo; éstos son los detalles que calan en la sensibilidad de los devotos sencillos, que agradecen su amable comparecencia como un alivio entre crucifixiones, mutilaciones, decapitaciones, corazones sangrientos y puñales afilados, elementos imprescindibles y ubicuos en el culto católico, en las galerías del museo de los horrores cristianos. 


 El colegio de San Antón de la calle de Hortaleza poseía una escalofriante colección de estos engendros edificantes. Desde los muros de los sombríos corredores de la "clausura", lívidos fantasmones, cuerpos retorcidos en el dolor y trágicos espantajos acechaban a los colegiales que procurábamos atravesarlos a la carrera, asustados del eco de nuestros propios pasos sobre el crujiente entarimado.
Hoy el colegio de San Antón es un cascarón vacío, puro fantasma sobre el que planea el ávido monstruo de la especulación. Vaciado, tapiado, quemado y arrumbado alrededor de su noble templo que adquiere protagonismo en la vida pública de la urbe cada 18 de enero, festividad del santo titular, cuando los madrileños celosos de sus tradiciones acuden para que sus bestias domésticas sean bendecidas en su nombre. 


La de San Antón era la primera fiesta anual del calendario, a medio camino entre las Navidades cristianas y los carnavales paganos. En tiempos remotos la festividad era más pagana que cristiana, un festival dionisiaco y liberador, una válvula de escape popular tolerada a regañadientes por las jerarquías civiles y eclesiásticas, que no podían ver con buenos ojos, y por lo tanto los cerraban, las mojigangas satíricas que acompañaban a la comitiva del "Rey de los Cochinos", versión local de las fiestas medievales del "Rey de los Locos", cuando la autoridad real era abolida, más o menos simbólicamente, por un día, bajo el imperio de un monarca burlón y bufonesco, tal vez no más atrabiliario en sus decretos que el rey cuyo trono usurparía durante 24 horas. 



La procesión animalaria que recorre hoy los alrededores del templo antoniano y pasa bajo el hisopo del cura es una pálida sombra de la de ayer, y parece que cada año se va difuminando, borrando, que está a punto de pasar a la historia como el vetusto caserón de la calle de Hortaleza. Perseverantemente enfermos, la procesión y el inmueble, se resisten a desaparecer para dejarle sitio a la modernidad, abrirle paso a la procesión de automóviles que forman en su cola protestando con estrépito o dar una oportunidad a la inclemente piqueta en una operación de presunto saneamiento urbano.
En un pueblo de la provincia de Madrid se inició hace algún tiempo un extravagante ritual que muy bien podría sustituir a la obsoleta procesión de las bestias. Según informaban hace unos meses los diarios, son muchos los automovilistas de la comunidad que acuden a que les bendigan sus coches flamantes bajo el manto de la Virgen local. 



Tal vez nuestro pío alcalde pudiera patrocinar un evento semejante en las calles de Madrid para santificar y clarificar el espeso infierno cotidiano del tráfico rodado, poniendo curas en lugar de guardias en cada semáforo para hisopear a tan endemoniadas criaturas metálicas y a los íncubos y súcubos que manejan sus volantes. Un exorcismo de cuando en cuando no le hace mal a nadie.


Moncho Alpuente en El País