lunes, 30 de mayo de 2016

HERMANO LOBO; POR FÉLIX RODRIGUEZ DE LA FUENTE



Internet es una gran máquina donde la información gira y gira. En esos giros y quiebros a veces se nos bendice con la fortuna de encontrar relatos personales de grandes colosos. Relatos de grandes hombres, hombres de bien y con un peso aplastante, hombres por encima del devenir de los tiempos, hombres como Félix Rodriguez de la Fuente. Recogido de este enlace, os presento este relato de amistad y camaderia…”Hermano lobo”




Estaba yo completamente convencido de que los lobos, aquella pareja de lobeznos con los que jugábamos al escondite, que me iban enseñando muchas cosas de su vida y su comportamiento, que formaban ya parte de nuestra vida, que escondían palos para que los encontráramos y que siempre pretendían quitarme unas hipotéticas pulgas que, por lo visto, tenía yo en la nuca, metiendo sus dientecillos entre mi pelambre, nunca nos atacarían. ¿Cómo aquellas dos criaturas, Sibila y Remo, nos iban a traicionar?

El tiempo pasa deprisa, y en el mes de febrero Sibila y Remo eran dos hermosos lobos. Una mañana, atravesando la Casa de Campo de Madrid para llegar hasta la parcela donde estaban los lobos, percibí algo en el ambiente que podía presagiar un drama. Y el drama lo encontré escrito en la cara de mi ayudante, que me dijo:
―Buena la hemos hecho, doctor, ¡nos han matado todos los faisanes! No han dejado ni uno… 


Llegué y lo primero que me encontré fue a Remo que me miraba extasiado. Cuando abrí la puerta de su parcela y entré, se puso a dar saltos a mi alrededor, haciendo toda una exhibición de fuerza, de energía, de belleza. Contemplando aquella criatura hermosa me di cuenta que era ya un animal temible, de treinta kilos de peso, con dientes blancos como la nieve y punzantes como el acero, capaz de saltar como un resorte; un animal que podría correr a más de cincuenta kilómetros por hora, que podría matar a un hombre de una sola dentellada.

El lobo dio saltos y más saltos, me fue llevando por la parcela, pero a quien no veía era a Sibila, mi favorita. ¿Dónde está la loba? Y al mismo tiempo que miraba buscando restos de algún faisán, sin encontrar más que alguna pluma que otra esparcida por el suelo, descubrí a Sibila en un rincón. Me miraba tendida, yo diría que con una infinita coquetería, con un fantástico orgullo femenino, moviendo suavemente, como si fuera una serpiente, el extremo de la cola peluda; cuando avance hacia ella, vino hacia mí, me recibió con mucha más seriedad que de costumbre, me olisqueó las manos, me miró con sus ojos oblicuos, vi sus poderosos maxilares y su nariz negra, fresca, rutilante; entonces se fue, como secretamente, hacia un rincón, se puso a cavar rápidamente con sus patas, quitó más o menos una cuarta de arena y, metiendo el hocico en aquel agujero que acababa de excavar, sacó un hermoso faisán macho, sin el menor destrozo y perfectamente conservado. 


La buena de Sibila acababa de descubrirme la despensa donde habían ocultado su matanza. Entonces, con el faisán en las fauces, vino hacia a mí, se paró a uno o dos metros y me miró a los ojos. Por primera vez en mi vida con los lobos, vi delante de mí a la matadora, a una criatura que había nacido para matar, una criatura que podría saltar a mi garganta en una décima de segundo y dejarme allí muerto, una criatura que había aterrorizado al hombre seguramente desde hacía medio millón de años, que me estaba mirando con su presa sangrante entre las fauces.

¿Cuáles eran los impulsos que cruzaban en aquel momento por la mente de la loba: era mi loba o era una loba, la loba enemiga perseguida por el montero y el pastor? Y mientras estaba yo sumido en estas meditaciones, y cuando empezaban a temblarme las piernas y se me ponía la carne de gallina, la loba, con un gesto de suprema elegancia que nunca olvidaré, lanzó el faisán desde sus fauces hacia mí. Estaba tan concentrado y atónito, que ni siquiera tuve tiempo de coger el regalo, el primer regalo que me había hecho mi loba. Y, entonces, en sus ojos leí un mensaje:
―Toma, mi primera presa. Cuando te he visto entrar y perseguir a los faisanes, he descubierto que eres un lobo viejo, que no tienes buenos dientes. Yo voy a matar para ti. Toma esta carne, es un regalo para ti. 


Y después, ingrávida, como una bailarina de ballet, dando maravillosos saltos en el aire, la loba vino hacia mí y me puso las manos en el pecho; luego desapareció de pronto, me saltó por la espalda, me rodeó con toda la gracia infinita de la madre naturaleza, de los bosques, de los páramos, de las estepas, y contemplándome, sumida otra vez en su infinita coquetería, en su dulzura, mirándome a los ojos, me dijo:
―Hermano lobo. 





Autor: Archivo personal de Félix Rodriguez de la Fuente


 
Publicado en Axena