lunes, 12 de septiembre de 2016

DESMOND MORRIS, EL SABIO DE LOS ANIMALES; POR ROSA MONTERO


Desmond Morris ha dedicado la mitad de su vida a los animales, así es que puede decirse que su apariencia física es una cuestión de justicia poética. Porque el profesor Morris parece verdaderamente un ballenato. Es muy alto, y enorme. No exactamente gordo, sino macizo y amplio. 
De joven debió de ser un hombre muy robusto; ahora, a los 71 años, el perímetro de su tórax tiene algo de circunferencia planetaria. Lleva la calva entoldada con una tiesa lámina de pelo lateral, estilo Anasagasti, y posee un rostro tan ancho y tan carnoso que podría resultar algo brutal, pero lo suavizan los inteligentes ojos, la facilidad irónica y reidora, la exuberancia del gesto.
Para ser británico, y académico de Oxford, Morris es un hombre extraordinariamente cálido y espontáneo. Claro que él lleva toda la vida empeñado en transgredir las convenciones. Desde que publicó en 1958 su tesis doctoral sobre las costumbres sexuales (y en ocasiones homosexuales) del pez de 10 espinas, Desmond Morris no ha dejado de ser polémico. La mayor polvareda la organizó en 1967, cuando se publicó su celebérrimo libro El mono desnudo, un estudio sobre la conducta del animal humano lleno de afirmaciones brillantes y a menudo indigestas para las mentes más tradicionales. Eso sí, como corresponde a un doctor de Oxford, Morris es un rebelde educadísimo, además de un hombre muy profesional que se esfuerza en responder con sentido y enjundia hasta mis preguntas más imbéciles.



Ojeando su biografía, abruma comprobar la cantidad y diversidad de cosas que ha hecho. Ha publicado más de 50 libros, ha realizado cientos de programas de televisión sobre animales, ha sido el responsable de los mamíferos del Zoo de Londres y director del Instituto de Artes Contemporáneas, pinta cuadros y hace exposiciones...


—Sí, es que, en muchos sentidos, soy como un niño siempre a la búsqueda de un nuevo juguete. Nunca soy tan feliz como cuando estoy experimentando algo totalmente nuevo. Y me gusta variar de medios. En los tres últimos años, por ejemplo, he publicado dos libros, he realizado dos series de televisión y he hecho dos exposiciones pictóricas.

 
Usted dijo hace años que era “neuróticamente productivo”.


—Sí, bueno, no lo dije yo, sino un amigo mío. Verá, es que... resulta que no me puedo ir a la cama si no he hecho algo realmente productivo durante el día. Es una especie de adicción, una adicción creativa. Es extraño. A veces, si es tarde en la noche y no me siento satisfecho de lo que he hecho durante el día, me siento aquí a dibujar algo.

 
Al decir “aquí” se está refiriendo a su despacho. Estamos en su casa de Oxford, en el estudio, que es una vasta sala atestada de libros y de objetos. Hay cerámicas precolombinas, esculturas chinas milenarias, tallas africanas; y también hay cuatro mesas de trabajo, todas cubiertas de papeles y libros; y dos ordenadores; y una fotocopiadora de tamaño profesional. Los objetos de arte, los libros y los librotes parecen haber ido creciendo poco a poco, como un exudado de las paredes. Quiero decir que es un cuarto profundamente vivo, una especie de revestimiento orgánico que envuelve la existencia de Morris, del mismo modo que el caparazón envuelve a la tortuga.

¿Y con esos dibujos que hace aquí por las noches siente que ha pagado el derecho a vivir?

—Sí, con tal de que al menos uno de los dibujos sea bueno y merezca la pena de ser guardado. He de decirle, de todas maneras, que no suelo irme a la cama hasta las cuatro o así de la madrugada. Me levanto tarde, cuando la gente normalmente almuerza, a las once o las doce. Durante la tarde, hago cosas, salgo, ceno con mi mujer... y luego me vengo aquí y me pongo a trabajar. Y todas las noches tengo que obligarme a mí mismo a parar y acostarme antes de que amanezca, porque si llega la luz, ya no puedo dormirme. Pero por mí, no pararía, siempre me cuesta mucho dejar de trabajar. Y por eso, mi amigo consideraba que yo era neuróticamente productivo. Pues sí, es neurótico, porque soy incapaz de relajarme. Pero es que... Verá, yo pensaba que iba a morir joven, estaba seguro de que iba a morir mucho más joven, nunca creí que alcanzaría la edad que tengo ahora.






 
¿Y por qué pensaba eso?

—Bueno, porque cuando yo tenía como 40 años, hice una estadística sobre mis ancestros. Quise descubrir cuánto iba a vivir porque quería aprovechar mi tiempo de trabajo lo más posible, y descubrí que los hombres de mi familia habían muerto todos jóvenes y que a mí no me quedaba mucho. Por eso, trabajo tanto, porque según las estadísticas, tenía que morir a los 61 años o algo así, ya no recuerdo bien. Lo que pasa es que las estadísticas no han funcionado y todavía estoy aquí. La gente puede pensar que es una cosa horrible eso de calcular cuándo va a morir uno, pero yo creo que no; para mí, simplemente, se trataba de mi deseo de tener una vida plena antes del fin.

¿Y no se siente un poco raro viviendo tantos años por encima de la supuesta frontera de su muerte?


—Sí, sí, es muy extraño, es como una especie de propina. Y todavía trabajo tan duramente como antes.


¿Siempre ha vivido a este ritmo?
 

—¡Uf! Cuando estaba en Londres era peor, porque, además, tenía un horario completo en el Zoo, y hacía críticas para el Times, y dirigía un grupo de investigación, y tenía dos programas de televisión en dos cadenas... hasta que mi salud se colapsó, claro.

En Moscú.

—Sí, había ido a Moscú a buscarle novia al oso panda y cogí una hepatitis. Estaba tan agotado que no tenía defensas. Es la única vez que he estado enfermo en mi vida. Así es que decidí replantearme las cosas. Dejé las críticas, dejé la televisión, dejé un montón de cosas. Hice mi vida más simple. Pensé: de ahora en adelante, trabajaré sólo en el Zoo y haré un libro al año. Y me pedí dos meses de empleo y escribí «El mono desnudo», que tuvo de repente tantísimo éxito que pude dedicarme por entero a escribir. 


 
Es curioso, porque, por un lado, tiene usted aspecto de disfrutar de las cosas, pero, por otro, está esa cosa estricta y obsesiva del trabajo incesante...

—Odio perder el tiempo. La gente hace montones de cosas que son verdaderamente innecesarias y una pérdida de tiempo.

Pero veamos, ¿qué es para usted algo innecesario? ¿Comer con los amigos, tener una larga sobremesa?

—Oh, no, amo la comida, y me encanta ir a buenos restaurantes, y preparar comidas en casa...


¿Y la parte de los amigos?

—Sí, sí, claro que me gustan los amigos, porque necesitas tener a gente cercana que sea capaz de criticar tu trabajo sinceramente, que te diga lo que de verdad le parece lo que estás haciendo sin que por eso se rompa la amistad. Porque la cortesía es nefasta para eso, y si trabajas de manera aislada llegas a perder la perspectiva de lo que haces.

Se dará cuenta de que le he preguntado por los amigos y usted ha vuelto a hablarme de trabajo...

—Es verdad, es verdad, ¡soy un adicto al trabajo! Es verdad...


Y se ríe, hundiendo la cabezota entre los hombros y levantando las palmas de las manos con aire de capitulación, como quien reconoce que es un caso perdido. Morris es un pintor surrealista; sus pinturas, dalinianas, están llenas de paramecios a medio derretir.

—Mi mayor reto reside en la pintura. Verdaderamente aspiro a hacer un buen cuadro antes de morir, pero es complicado, porque nunca estoy satisfecho con lo que pinto. La pintura fue lo primero, mi primera vocación, antes que la escritura y que nada. Pero encuentro que pintar es muy difícil. Escribir, comparativamente hablando, me parece más fácil.


 
Usted era amigo de Miró.

—Sí, fuimos amigos. Era un hombre maravilloso y un enorme pintor. Lo fantástico para mí de la pintura es que en ella soy totalmente libre. Cuando estudias el comportamiento de los animales o de los seres humanos hay una realidad compleja que tienes que interpretar, y hay que ser objetivo y observar las cosas con mucho cuidado. En pintura, en cambio, y habiendo tenido la suerte de nacer en el siglo XX, después de que desaparecieran las reglas pictóricas, puedo hacer absolutamente lo que quiera. Soy totalmente libre al pintar, y ése es el gran reto.

Durante muchos años fue usted un pintor fracasado...

—Totalmente, totalmente. Yo empecé como pintor profesionalmente e hice una exposición en Londres con Miró en 1950. Yo tenía 22 años y era mi primera gran exposición. Y fue muy interesante y muy excitante para mí, pero no vendí absolutamente nada. Nadie quería saber nada de mí. Estuve pintando profesionalmente y exponiendo desde 1949 a 1952, muy apasionado, muy excitado, yo quería ser un gran pintor, pero no sucedió nada, absolutamente nada, nadie me hizo el menor caso. Y llegó un momento en el que simplemente me rendí. De 1952 a 1974 no hice ninguna exposición, aunque seguía pintando. Pero pintaba para mí. Como mis cuadros no valían un duro, porque nadie los quería, pues yo se los regalaba a mis amigos, o bien los destruía, y así destruí cientos de ellos; ahora lo lamento, pero pintaba encima de las telas una y otra vez. El caso es que los cuadros que regalé a mis amigos sobrevivieron, y de pronto sucedió que, en los años setenta, esas pinturas empezaron a aparecer en las subastas de Sotheby's, porque yo formaba parte del grupo de los surrealistas, era el más joven del grupo original de los surrealistas; de hecho, ahora sólo quedamos tres vivos; y, entonces, la gente quería comprar en las subastas obras de aquella época, de aquel movimiento. Y para mi total alucinación, mis cuadros primeros y juveniles se empezaron a vender así. Y, a consecuencia de eso, un galerista me preguntó si tenía cuadros, y me propuso hacer una exposición. Y la hicimos, y se vendió toda. Desde entonces, hago una exposición cada año. Tengo la fortuna de que me haya sucedido esto mientras aún estoy vivo, porque a muchos artistas les pasa sólo cuando mueren. Y fue gracias a no haber dejado nunca de pintar, aunque nadie daba un céntimo por mí.


 
Esa fue su recompensa por el trabajo duro de cada día.

—Por lo menos, no cambié, no intenté convertirme en otro. Porque escribo en gran medida pensando en las personas que van a leer mis libros, escribo para ellas, pero pinto exclusivamente para mí. Con la pintura, no me importan los demás, no hago absolutamente nada por complacer a los otros. Por eso, el hecho de ser un fracasado durante 30 años y de que no le gustara a nadie lo que pintaba no hizo que dejara de pintar.

¿Y no fue una rendición amarga, no fue frustrante ese fracaso primero?

—Al principio, me disgustó mucho, porque pensaba hacer una carrera de ello, ganarme la vida pintando. Pero luego, me di cuenta de que no podía, y ya está.

¿Ya está? ¿Así de fácil?

—Sí, porque mi pintura ha sido siempre tan personal y tan subjetiva que nunca pensé que podría gustar a mucha gente. Sólo aspiraba a gustar a unos pocos, pero ni siquiera ésos llegaron. No, la verdad es que me ha decepcionado el resultado de un par de libros, pero la pintura nunca, porque pinto para mí. Con los libros, es otra cosa. Algunos de los libros que he escrito han sido best-sellers, y otros simplemente desaparecieron. Y tú te dices: pero por qué, si era un buen libro... Y eso me desazona.
Su padre, Harry Howe Morris, era escritor.

—Sí, escritor de novelas.

No le conozco.

—Claro, porque fue un escritor fracasado. Tal vez eso forme parte de mi manera de ser. Él estaba escribiendo en los años treinta, durante la depresión, y no consiguió que su trabajo fuera aceptado. Quizá yo, ahora, simplemente esté intentando compensar sus fracasos.



 

Por cierto que entre los 50 libros que usted ha publicado, también hay una novela...

—Sí, era una novela de género fantástico... Pero no funcionó, fue un fracaso. Estaba pensando en ese libro cuando antes hablaba de frustración.

Y no ha vuelto a intentar la ficción, claro... Para fracasar en la novela, bastaba con su padre.

—Puede ser que eso influya, sí. Puede ser, porque era muy triste ver aquellas pilas y pilas de papel que nadie quería. El primer recuerdo que guardo de la infancia es el tecleo de la máquina de escribir. Todavía tengo esa máquina. Es muy rara, porque a mi padre no le gustaba la ordenación normal del teclado y mandó cambiar las teclas, de manera que es una máquina de escribir en la que es imposible escribir porque te vuelves loco, todas las letras están al revés. Hacer algo así es bastante extraño, ¿no?
Tengo entendido que su padre murió joven...

—Sí, murió muy joven porque había sido muy mal herido durante la Primera Guerra Mundial, en las trincheras. Sólo tenía medio pulmón, y eso fue parte del problema, eso afectó su escritura. Murió cuando yo era un niño, y creo que eso me hizo un rebelde, porque me espantaba la idea de ese hombre joven que quería ser escritor y que fue mandado a las trincheras y regresó destruido. Yo le vi muriendo durante toda mi infancia. Y eso me dejó lleno de ira, una ira de la que he hecho buen uso, porque no me ha convertido en un ser amargado, sino en un tipo furioso, furioso en el sentido de que no tengo ningún miedo de ofender a la sociedad bien educada. Esa sociedad bien educada es la que mandó a mi padre a las trincheras, de modo que...

He leído que fue también la guerra, en este caso la Segunda Guerra Mundial, lo que le hizo tomar el amor que hoy tiene a los animales, que prefería a los animales a las personas.

—Sí, es que yo veía que todo lo que los adultos hacían era matarse los unos a los otros. Era una extraña especie que no hacía más que eso. Resultaba muy frustrante, porque veía que mi padre se estaba muriendo a consecuencia de la guerra anterior, que se supone que tendría que haber arreglado las cosas definitivamente; pero no, no había arreglado nada, y a los pocos años estábamos otra vez en pleno conflicto bélico. Esta especie humana está enferma, me decía. Y por eso, me volví hacía los otros animales. Me sentía mucho más confortable con los animales que con la gente. Y sólo empecé a prestar atención a mi propia especie con «El mono desnudo», a mediados de los sesenta.


 
Fue entonces cuando empezó a perdonar a los humanos.

—Eso es. Aunque en «El mono desnudo» todavía no había perdonado a la especie demasiado. Todavía fui bastante duro.

Lo sigue siendo. En el libro suyo que acaba de publicarse en España, El mundo de los animales, que es una obra que usted escribió en 1992, se dibuja al fondo un retrato aterrador del ser humano como una criatura exterminadora y cruel.

—No soy antihumano, pero quiero ser honesto. Los humanos hacemos cosas maravillosas, sinfonías, poemas, cuadros, edificios bellísimos. Lo malo es que luego volamos ese bello edificio. No podemos evitar dañar las maravillosas cosas que creamos.

Por cierto que en El mono desnudo hay un párrafo bastante apocalíptico sobre los riesgos de la superpoblación humana. Usted escribió el libro en 1967, y la cifra de población mundial que daba era de 3.000 millones. Resulta espeluznante comprobar que en 30 años hemos doblado esa cantidad.

—Lo sé, lo sé. ¡Nadie me escuchó! (risas). Yo estaba diciendo: ¡Por favor, no crezcamos! Y nadie me hizo caso, ya ve. Desde luego, la superpoblación es el mayor reto al que nos enfrentamos, y llegará un momento en que eso acabará con la especie. La guerra no mata suficientes personas; la destrucción llegará por medio de una epidemia masiva o algo así. Imagine que el sida se convirtiese en una enfermedad infecciosa en vez de contagiosa, es decir, que pudiera atraparse en un autobús, como la gripe. Y eso no es nada, es una simple, pequeña mutación. No estoy diciendo que vaya a ocurrir con el sida, sino que, si seguimos creciendo y creciendo, dentro de unos pocos centenares de años podemos imaginar una enorme y devastadora epidemia.

Al igual que una hormiga laboriosa, Morris ha combatido obsesivamente durante toda su vida contra el fantasma de la muerte y el fracaso, enderezando los torcidos renglones de su padre. Si tuviera que definirlo en dos palabras, diría que es un buen hombre, y, además, un hombre capaz de mantenerse vivo, de seguir siendo curioso, de admirarse todavía ante lo admirable. Por cierto: al fondo del pasillo de su casa, en una enorme sala tan tórrida y tan húmeda como la jungla, hay una gran piscina cubierta. No podía esperarse menos de un ballenato.



Usted fue responsable de mamíferos del Zoo de Londres durante 10 años. Mucha gente considera que los zoos son lugares muy crueles para los animales.

—Sí, por eso fue por lo que acabé dejando el trabajo. Trabajé duramente porque cuando yo llegué al Zoo en los años cincuenta, nadie había tenido la idea de criar animales, simplemente se les cazaba, se les metía en una jaula y se les enseñaba. Yo dije que podríamos criar animales en cautividad, y empecé a hacer una lista de los animales que había en los principales zoos del mundo, para poder intercambiar los machos y las hembras. Al principio, la gente se reía, lo llamaban “la oficina matrimonial de animales de Morris”. Pero yo empecé a hacer la lista año tras año, y eso se ha seguido haciendo, y ahora lo hacen todos los buenos zoos del mundo. Bueno, el caso es que, después de llevar 10 años trabajando allí, había aprendido ya tanto de anímales, y de animales en cautividad, que... Sé que los buenos zoos son importantes por muchas razones, pero llegué a aprender lo suficiente como para saber el daño que se les hacía a los animales al tenerlos cautivos. Y simplemente no quise seguir.

Ese amor por los animales está en toda su obra, y en concreto en el libro El mundo de los animales. Por cierto que, al terminar de leerlo, lo que te queda es una sensación de maravilla ante la riqueza biológica de los seres vivos.

—El mejor momento de mi vida en la naturaleza fue cuando una vez estaba en una pequeña isla del océano Índico haciendo submarinismo, y el mar tenía ese tono azul intenso, y había cientos y cientos de peces de todos los colores y todas las formas; era un mundo enorme y maravilloso, un mundo complicadísimo y lleno de interacciones que estaba allí todos los días, no sólo para que yo pudiera verlo, sino todos los días...
¿Cree usted en Dios?

—No sé qué significa eso, salvo que es «perro» dicho al revés (juego de palabras entre «God», Dios, y «dog», perro). ¿Usted cree en Perro? Si no sabes si crees en Perro, tampoco puedes saber si crees en Dios.
Digámoslo de otro modo: ¿cree que hay algo más allá de la materia?

—No entiendo los orígenes del Universo y no estoy impresionado por las teorías que he leído sobre esos orígenes. Como intelectualmente no puedo entender el origen del Universo, tiendo a ignorar ese problema y a concentrarme en cosas que sí se pueden estudiar y desentrañar. Por otro lado, los dioses sentados encima de las nubes, tipo Santa Claus, no me parecen aptos para adultos; son dioses construidos para las mentes de los niños, no de los adultos. Así es que no tengo ninguna creencia ritualista concreta, pero, por otro lado, estoy maravillado ante la mera existencia de la vida; es un misterio fascinante.
Lo decía precisamente porque ese sentimiento de maravilla que irradia su libro El mundo de los animales es una especie de celebración no teísta o no religiosa, por así decir, de lo divino.

—Exactamente. Digamos que soy un panteísta, si tengo que definirme de algún modo.

Sólo una cosa más. En su libro cuenta que los tigres tienen un sonido de saludo, y que usted se lo hizo a uno y él le contestó. ¿Sería tan amable de enseñarme cómo es?

—¡Ah!, eso fue muy interesante, estaba filmando en Tokio en un zoo pequeño y terrible, y allí estaba un pobre tigre, solo, sentado en su jaula. Y le hice ese gesto de saludo, probablemente el pobre no había visto ni oído a otro tigre en muchos años, y, entonces, el animal se puso excitadísimo, se vino hacia mí alucinado, se refrotaba contra los barrotes como un gato y me contestaba haciendo el mismo sonido, fu-fu-fu-fu-fú, mire, repita, es así, fu-fu-fu-fu-fú, no, así no, más fuera de los labios, fu-fu-fu-fu-fú. 


Y allí nos quedamos los dos un buen rato, fufufeando e intercambiando ruidos y perdigonazos de saliva, animales al fin y al cabo también nosotros, aunque desprovistos de vello y sobre dos patas. 







Publicado en El País