Entre los animales es el perro el que más sufre porque es el que
está más cerca del hombre. Es un dolor absurdo con que premia al animal
su equivocada vocación de amistad con los humanos.
Esta relación fallida en la que el perro da amor y el hombre devuelve crueldad revela indeleble la miserable condición moral que nos identifica en el trato con cualquier ser vivo indefenso.
Parece que todo lo vivo aprende en el universo, menos el hombre. No aprende, es evidente, cómo vivir sin arrasar y sin causar dolor. Lo saben la tierra, el aire, el agua, los seres vivos y el perro.
Hace unos doce mil años el perro se convirtió en animal doméstico y ha sido desde entonces el mejor compañero del ser humano, del campo de batalla al trabajo, del nacimiento a la tumba. El perro es para el hombre más amoroso e incondicional que su madre, que sus amigos, que su pareja y que sus hijos, no importando lo cual casi todos los perros que nacen en este mundo están destinados a sufrir intensamente. Es vergonzoso que siendo el perro el mejor amigo del hombre, sea el hombre el peor amigo del perro.
La vida moderna de las grandes ciudades ha empeorado asaz la vida de los hombres y de los perros. El cercenamiento del espacio vital, el hacinamiento, la asfixia del entorno muestran una aterradora escalada de insensibilidad y de indiferencia. La masificación de los seres humanos les ha robado el alma, los ha hecho distantes. No importa el dolor. Y como el dolor no importa pero dañar al prójimo está penado, la descarga de violencia se dirige hacia los animales, entre los que el perro es el más cercano.
Educar sigue siendo para las buenas personas una de las pocas opciones de actuar para que las cosas cambien. Difundir el mensaje de que es importante adoptar perros, no comprarlos. Rechazar el abandono que es una práctica bárbara y espeluznante. Entender que el humano sólo puede llegar a ser lo que sus estados de conciencia le permitan, y que destruir, matar, torturar y ser verdugo lo condena.
Si la palabra Señor es de un uso acostumbrado para encarecer la valía de alguien, yo concluyo que a todos los perros se les puede llamar Señor perro, y que a pocos señores se les puede llamar Señor señor.
'Ya se tiende a mis pies, con tiernos aullidos habla, ladra... para hablar más fuerte salta, gira, gira, salta. Lloran, ríen, ríen, lloran... lengua, orejas, ojos, patas, y el rabo es un incansable abanico de palabras... es su alegría tan grande que más que hablarme me canta...'
Esta relación fallida en la que el perro da amor y el hombre devuelve crueldad revela indeleble la miserable condición moral que nos identifica en el trato con cualquier ser vivo indefenso.
Parece que todo lo vivo aprende en el universo, menos el hombre. No aprende, es evidente, cómo vivir sin arrasar y sin causar dolor. Lo saben la tierra, el aire, el agua, los seres vivos y el perro.
Hace unos doce mil años el perro se convirtió en animal doméstico y ha sido desde entonces el mejor compañero del ser humano, del campo de batalla al trabajo, del nacimiento a la tumba. El perro es para el hombre más amoroso e incondicional que su madre, que sus amigos, que su pareja y que sus hijos, no importando lo cual casi todos los perros que nacen en este mundo están destinados a sufrir intensamente. Es vergonzoso que siendo el perro el mejor amigo del hombre, sea el hombre el peor amigo del perro.
La vida moderna de las grandes ciudades ha empeorado asaz la vida de los hombres y de los perros. El cercenamiento del espacio vital, el hacinamiento, la asfixia del entorno muestran una aterradora escalada de insensibilidad y de indiferencia. La masificación de los seres humanos les ha robado el alma, los ha hecho distantes. No importa el dolor. Y como el dolor no importa pero dañar al prójimo está penado, la descarga de violencia se dirige hacia los animales, entre los que el perro es el más cercano.
Educar sigue siendo para las buenas personas una de las pocas opciones de actuar para que las cosas cambien. Difundir el mensaje de que es importante adoptar perros, no comprarlos. Rechazar el abandono que es una práctica bárbara y espeluznante. Entender que el humano sólo puede llegar a ser lo que sus estados de conciencia le permitan, y que destruir, matar, torturar y ser verdugo lo condena.
Si la palabra Señor es de un uso acostumbrado para encarecer la valía de alguien, yo concluyo que a todos los perros se les puede llamar Señor perro, y que a pocos señores se les puede llamar Señor señor.
'Ya se tiende a mis pies, con tiernos aullidos habla, ladra... para hablar más fuerte salta, gira, gira, salta. Lloran, ríen, ríen, lloran... lengua, orejas, ojos, patas, y el rabo es un incansable abanico de palabras... es su alegría tan grande que más que hablarme me canta...'