Después de que un pit bull stadford matase a una mujer en Las Palmas, leí varios reportajes sobre perros de presa. Uno es de Francisco Perejil, joven escritor de novela negra y tal vez el último gran reportero de sucesos de este país, de esos capaces de mezclar sangre con tinta y alcohol; un fulano que merecería plomo de linotipias y teclazos de Olivetis en vez de oficio aséptico, mingafría y políticamente correcto en que algunos han convertido el periodismo, con libros de estilo que dicen La Coruña sin ele y becarios que aspiran a ser editorialistas o corresponsales en Nueva York.
El reportaje de Perejil contaba cómo criadores sin escrúpulos y
apostadores clandestinos, alguno de los cuales se anunciaba en revistas
especializadas y monta sus negocios ante la pasividad criminal de las
autoridades, organizan peleas de perros. Cuenta Perejil la crueldad de
entrenamiento, las palizas y vejaciones que les infringen para
convertirlos en asesinos; cómo empiezan a probarlos contra otros perros
desde que son cachorros de cuatro meses y cómo algunos mueren tras
aguantar peleas de hora y media. Pero el reportaje, que era
estremecedor, no me impresionó en su conjunto tanto como la frase del
texto: “El perro, si ve que su amo está a su lado, lo da todo”.
Y, bueno. Algunos de ustedes saben que la vida que en otro tiempo me
tocó vivir abundó a veces en atrocidades. Quiero decir con eso que
tampoco el arriba firmante es de los que ven un mondongo y dicen ay. Tal
vez por eso el horror y la barbarie me parecen vinculados a la
condición humana, y siempre me queda el consuelo de que el hombre, como
única especie racional, es responsable de su propio exterminio; y que al
fin y al cabo no tenemos si no lo que nos merecemos, o sea, un mundo de
mierda para una especie humana de mierda. Pero resulta que con los
animales ya no tengo las cosas tan claras. Con los niños también me
pasa, pero la pena se me alivia al pensar que los pequeños cabroncetes
terminarán, casi todos, haciéndose adultos tan estúpidos, irresponsables
o malvados como sus papis. En cuanto a los animales, es distinto. Ellos
no tienen la culpa de nada. Desde siempre han sido utilizados, comidos y
maltratados por el hombre, al que muchos de ellos sirvieron con
resignación, e incluso con entusiasmo y constancia. Nunca fueron
verdugos, si no víctimas. Por eso su muerte sí me conmueve, y me
entristece.
Respecto a los perros, nadie que no haya convivido con uno de ellos
conocerá nunca, a fondo, hasta dónde llegan las palabras de generosidad,
compañía y lealtad. Nadie que no haya sentido en el brazo un hocico
húmedo intentando interponerse entre el libro que estás leyendo y tú, en
demanda de una caricia, o haya contemplado esa noble cabeza ladeada,
esos ojos grandes, oscuros, fieles, mirar en espera de un gesto o una
simple palabra, podrá entender del todo lo que me crepitó en las venas
cuando leí aquellas líneas; eso de que en esas peleas de perros, el
animal, si su amo está con él, lo da todo. Cualquiera que conozca a los
perros sentirá la misma furia, y el mismo asco, y la mala sangre que yo
sentí al imaginar a ese perro que sigue a su amo, al humano a quien
considera un dios y por cuyo cariño es capaz de cualquier cosa, de
sacrificarse y de morir sólo a cambio de una palabra de afecto o de una
caricia, hasta un recinto cercado con tablas y lleno de gentuza
vociferante, de miserables que cambian apuestas entre copa y copa
mientras sale al foso otro perro acompañado de otro amo. Y allí, en el
foso, a su lado, con un puro en la boca, oye al dueño decirle: “ Vamos,
Jerry, no me dejes mal, ataca, Jerry, ataca, duro, chaval, no me falles,
Jerry”. Y Jerry, o como diablos se llame, que ha sido entrenado para
eso desde que era cachorrillo, se lanza a la pelea con el valor de los
leales, y se hace matar porque su amo lo está mirando. O queda
maltrecho, destrozado, inválido, y obtiene como premio ser arrastrado
afuera y que lo rematen de un tiro en la cabeza, o que lo echen, todavía
vivo, a un pozo con un trozo de hierro atado al cuello. O termina
enloquecido, peligroso, amarrado a una cadena como guardián de una mina o
un oscuro almacén o garaje.
Así que hoy quería decirles a ustedes que malditos sean quienes hacen posible que todo esto ocurra, y que mal rayo parta a los alcaldes, los policías municipales y los guardias civiles y a todos los demás que lo saben y lo consienten. Y es que hay chusma infame, gentuza sin conciencia, salvajes miserables a quienes sería insultar a los perros llamar hijos de perra.
Texto extraído de http://arturoperez-reverte.blogspot.com.es/