jueves, 24 de noviembre de 2016

UN PERRO EN NUEVA YORK; POR JONATHAN SAFRAN FOER


Vivir con otros seres implica aprender a vivir haciendo compromisos. Durante los últimos veinte años, los parques de Nueva York sin secciones para perros han permitido, de nueve de la mañana a nueve de la noche, que los perros pudieran pasear sin correa. Debido a quejas recientes de la Asociación Cívica del Parque Juniper, en Queens, el tema ha sido nuevamente tratado. El 5 de diciembre, la Comisión de Salud votó sobre el futuro de las horas sin correa.
Perros cobradores en los ascensores, pomeranos en los metros, bullmastiffs cruzando el Puente de Brooklyn… es fácil olvidar lo extraño que es que vivan perros en Nueva York, en primer lugar.
Es lo más improbable que uno puede imaginar como entorno para perros, y sin embargo hay aquí 1.4 millones de ellos. ¿Por qué los mantenemos en nuestros apartamentos y casas, siempre a costas de algo y los inconvenientes? ¿Es posible acaso, en una ciudad, dar una buena vida a un perro? ¿Y qué es una buena vida? ¿Importa el voto de la comisión de salud pública?

Yo adopté a George (un gran danés/labrador/bullterrier/galgo/león africano/y otros, o sea un mestizo de Brooklyn) porque pensé que sería divertido. Pero resultó que lo pasa mal la mayor parte del tiempo. Se monta encima de mis invitados, se come los juguetes de mi hijo (y de vez en vez trata de comérselo a él también), está obsesionado con las ardillas, arremete contra los monopatines y los judíos ortodoxos, tiene la erudita habilidad de encontrar el camino entre las lentes de la cámara y temas de toda foto tomada en su cercanía, apoya su trasero en las personas menos interesantes, escarba en las macetas con las plantas recién colocadas, araña los tapetes nuevos, lame los platos que van en camino a la mesa y de vez en cuando evacua en el lado equivocado de la puerta. Mientra escribo, ha puesto su cabeza encima de mis pies. Lo adoro. 



Nuestras luchas -por comunicarnos, reconocernos y acomodarnos a los deseos de ambos, simplemente vivir juntos- me obligan a relacionarme con algo, más bien con alguien que es completamente diferente. George obedece un puñado de palabras, pero nuestra relación toma lugar casi enteramente fuera de la lengua. Parece tener emociones e ideas, deseos y temores. A veces pienso que los entiendo; a menudo, no. Es un misterio para mí. Y yo debo ser un misterio para el. Por supuesto, nuestra relación no es siempre una lucha. Mi paseo matinal con George es muy a menudo el plato fuerte del día -cuando tengo mis mejores ideas, cuando más aprecio tanto la naturaleza como la ciudad, y, en un sentido más profundo, la vida misma. Nuestra hora juntos es en parte una compensación por las cargas de la civilización: la ropa del hombre de negocios, e-mail, dinero, etiqueta, paredes e iluminación artificial. Incluso es una especie de compensación por el lenguaje.


¿Por qué mirar a un perro lo puede a uno llenar de felicidad? ¿Y por qué hace que uno se sienta, en el mejor sentido de la palabra, humano? Muy a menudo son los niños los que quieren perros. En un estudio reciente, cuando les preguntaron que nombraran a las diez ‘personas’ más importantes de sus vidas, los niños de edades de siete a diez incluyeron en promedio dos mascotas. En otro estudio, el 42 por ciento de los niños de cinco mencionaron espontáneamente a sus perros cuando se les preguntó: “¿A quién buscas cuando te sientes triste, enfadado, feliz o si quieres compartir un secreto?” En casi todos los libros para niños en la librería de mi barrio hay un héroe animal. Pero entonces, a sólo unos metros, en la sección de cocina, casi todos los libros incluyen recetas para cocinar animales. ¿Hay algo más ilustrativo de nuestra paradójica relación con el mundo no-humano? 



En el curso de nuestras vidas, pasamos de una relación cálida y benévola con los animales (aprendemos a ser responsables a través del cuidado de nuestras mascotas, acariciándolas y confiando en ellas), a una relación cruel (casi todos los animales criados para el consumo en este país son criados por la industria biológica -pasan sus vidas confinados, medicados con antibióticos y otros fármacos). ¿Cómo se explica esto? ¿Reemplazamos la bondad por crueldad? No lo creo. Creo que es, en parte, porque a medida que nos volvemos viejos, estamos menos expuestos a los animales. Y nada facilita tanto la indiferencia o el olvido como la distancia. En este sentido, perros y gatos han sido muy afortunados: son los únicos animales a los que estamos expuestos íntimamente todos los días. El sentido común popular y los estudios en ciencias de la conducta por igual consideran las relaciones que tienen los niños con sus compañeros animales en general como benéficas. Pero uno no tiene que ser niño para aprender de los animales. Son precisamente mis frustraciones con George, y los inconvenientes que él crea, los que refuerzan en mí la convicción de la necesidad del compromiso cuando se comparte un espacio con otros seres. 

Los argumentos prácticos contra las horas sin correa pueden ser refutadas fácilmente. Uno no tiene que ser un zoólogo o etólogo para saber que mientras más espacio tenga un perro para ejercitar su naturaleza de perro -correr y jugar, compartir con otros perros-, más feliz será. Los perros felices, como la gente feliz, tiende a no ser agresiva. Desde que se ha permitido que los perros corran libres por los parques de la ciudad, las mordidas de perros han disminuido en un noventa por ciento. Pero hay otro argumento que no es tan fácil rebatir: alguna gente no quiere ser molestada por perros. Dar espacio a los perros significa necesariamente quitarle espacio a los humanos.


Hemos tenido este último debate, bajo diferentes formas, durante décadas. Una y otra vez nos vemos confrontados con la realidad -algunos dirían el problema- de que compartimos el espacio con otros seres vivos, sean perros, árboles, peces o pingüinos. Los perros en el parque son un ejemplo de algo que a menudo es demasiado abstracto o lejano como merecer nuestra atención. La existencia misma de los parques es una respuesta a este debate: los primeros neoyorquinos tuvieron la previsión de reconocer que si no dejábamos espacio para la naturaleza en nuestras ciudades, que entonces no habría naturaleza. Hace poco se calculó que el valor inmobiliario del Central Park sería de unos 500 billones de dólares.



Lo que es lo mismo que decir que árboles y césped nos molestan por un valor de un trillón y medio de dólares. Pero no los pensamos como algo inconveniente. Lo vemos como un balance. Vivir en un planeta con un tamaño fijo requiere compromisos, y aunque somos la única parte que puede negociar, no somos las únicas partes sentadas a la mesa. Nunca hemos pedido más, y nunca hemos tenido menos. Nunca ha habido menos aire o agua limpia, menos peces o menos árboles maduros. Si no estamos simplemente ignorando la situación, estamos esperando una solución tecnológica que impedirá nuestra destrucción, y nos permitirá seguir viviendo sin compromisos. Quizás los zoológicos puedan ser un remplazo adecuado para los animales salvajes en sus entornos naturales. Quizás seamos capaces de recrear el Amazonas en alguna otra parte. Quizás algún día podremos crear, vía la ingeniería genética, perros que no tengan ganas de correr. Quizás. ¿Pero harán esos futuros que nos sintamos, en el mejor sentido de la palabra, humanos? 


He estado sacando a George al Parque Prospect dos veces al día durante más de tres años, pero sus correteos siguen siendo una revelación para mí. Sin esfuerzo, alegre, corre un poco más rápido que los humanos más rápidos del planeta. Y más rápido, me he dado cuenta, que los otros perros del parque. George puede ser el animal terrestre más rápido de Brooklyn. Una o dos veces en las mañanas, sin ningún motivo aparente, se echa a correr a toda velocidad. Otros dueños de perros no pueden evitar mirarla. De vez en vez alguien la anima. Son momentos entrañables.

Jonathan Safran Foer es el autor de ‘Extremely Loud and Incredibly Close’.