viernes, 23 de diciembre de 2016

CUENTO DE NAVIDAD; POR ARTURO PÉREZ-REVERTE


Erase una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado el piso, y ya no tenían para pagar una pensión. Exactamente igual que en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un portal en condiciones. Había un abeto iluminado al final del bulevar, donde El Corte Inglés y sus luces se confundían con los semáforos, con el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche.


Lo mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque, como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre la barriga, llevando en una mano la Adidas llena de ropa para el que venía en camino, y en la otra una maleta de esas que, a fuerza de haber ido a tantos sitios, ya no tenía aspecto de ir a ninguna parte.

-Me cago en todo -dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.


De vez en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío, la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los bultos atados con cuerdas, uno en cada mano. Después un yonqui flaco y tembloroso les pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de alejarse calle abajo.

-Me duele otra vez -dijo ella.


Como era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo y un mendigo, hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la cara, y sólo vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de veinte duros.


-Busca a alguien que nos ayude -le dijo-. Porque ésta quiere parir.

Entonces ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde, ámbar y verde. Y al mendigo que se levantaba debajo de la manta donde había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo entre los brazos, y se acercaba a mirarlos con curiosidad, mientras el perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él, sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia, en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos de ella.


-No digas esas cosas -le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.

Él soltó una carcajada seca y amarga. Entonces llegó el yonqui con un policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió, de pronto, una presencia nueva, cálida, un llanto pequeño y débil entre las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando niña.


Él sacó un arrugado paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose. Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el mendigo, el yonqui y el policía.




Escrito por Arturo Pérez-Reverte en El Pais