viernes, 13 de enero de 2017

LUZ DE ENERO



San Antón, o San Antonio Abad, fue un antiquísimo ermitaño, cuya fiesta fue a mediados de enero, que fascino extraordinariamente a la última edad media, y se pintaba siempre rodeado de animales más o menos infernales que significaban las tentaciones con las que fue probado, porque en ese tiempo se simbolizaba lo demoniaco en animales de pesadilla y terror, construidos por la imaginación a partir del fiero o repugnante aspecto de algunas de las bestias o gusarapos y removillas. Pero, en esa misma Edad Media, Francisco de Asís,  ya había convencido a un lobo y hablaba con los pájaros de manera aún más sencilla que con los humanos, y las gentes acabaron por tomar también a Antón como alguien que a los animales mostraba querencia y especiales cuidados y a relacionarle en particular con los animales domésticos. Y eso ganaron estos en cuanto a su trato, aunque todavía han pervivido mucho tiempo costumbres bárbaras de descabezamiento de gallos o despeñamiento de otros dulces animales como pura diversión. Pero, de todos modos, hace siglos que las gentes civilizadas han tratado humanamente a los animales.


Para la mentalidad de «parque temático» que parece predominar en estos momentos, las escenas de bendición de los animales domésticos ese día de San Antonio Abad resultan algo así como estampas de folklore que sobreviven entre gentes atrasadas, el oscuro  rostro de «la España profunda», que dicen los más listos. Pero es indudable que a esa antigua costumbre están asociadas las puntas del alma de muchos seres humanos para quienes su gato o su perro son las únicas compañías de su vida, o el asno y el cerdo todo su sostén económico. Y no parece éste un asunto como para mancharlo con burlas o banalizarlo, a menos que se posea la pasión de destruir la alegría de vivir de las gentes. 


Por lo menos aparece muy clara la civilizada imagen de quien cuida sus animales y los hace bendecir, que resulta bastante distinta, por cierto, de la otra imagen de quienes deciden la explotación animal industrial sin muchos escrúpulos y ahí parecen experimentar lo que luego puede hacerse con los seres humanos también organizados como una granja productiva. No había granjas tecno-científicas ni de animales ni de hombres en los tiempos pasados, aunque en ellos tampoco era idílico el mundo, que nunca lo ha sido; pero, al menos, no se mostraba ningún interés especial, como sucedió después,  en arrebatar a hombres y animales la alegría de vivir. Y no para otra cosa que para expresar y mantener esta alegría del vivir de todo viviente estaban los símbolos, y realidades de la naturaleza misma como el luminoso enero que desembocaba días después en una fiesta de luces y, en algunos lugares también, con la ofrenda de esos animales domésticos, o de sus productos. 


La fiesta llevaba el nombre de «Las Candelas», que era la fiesta antigua de la «Amburbale», en la vieja Roma, porque a las candelas se las suponía un poder simbólico de purificación de la ciudad y de expulsión de los poderes de las tinieblas, que, por lo demás, ahí siguen, desde luego; y cada vez más en lo oscuro y en más inextricables laberintos, que ni los potentes focos de hoy pueden alumbrar.
Más tarde, aquella fiesta de primeros de febrero se convirtió en una fiesta cristiana, y también  y de manera esencial, en un símbolo más de la Luz que había venido al mundo, y se celebraba con una larga procesión de túnicas blancas, y luego de color púrpura, que levantaban alegría en los adentros como siempre lo ha hecho el blancor.


En torno de la fiesta, se originaron costumbres que han llegado hasta nosotros, y, entre éstas, la preparación de unos dulces, que llevaban el nombre de las hojas leves de los árboles o de los libros, y eran un manjar muy delicado, casi dulzura y aire solamente. Así que ahí desemboca enero que suele ser muy frío, pero con las noches ya algo menguantes, y días esplendorosos.



Escrito por José Jiménez Lozano en La Razón