martes, 17 de enero de 2017

ORIGEN DE LAS FIESTAS DE SAN ANTÓN


Hoy, día de San Antón, las televisiones locales sacarán entrevistas a pie de iglesia a señores de avanzada edad, con su perrito engalanado, a la espera de la preceptiva bendición a golpe de hisopo. Forma parte ya de la tradición. Como los panes del santo, que se vendieron ayer en la iglesia de San Antón de la calle de Hortaleza, los animales desfilando en las vueltas por la tarde, el pregón…
Cada 17 de enero, por la mañana, se lleva a los animales para su bendición, por la tarde se producen las Vueltas de San Antón, que transcurren por la calles de Hortaleza, Travesía de San Mateo, San Mateo, Fuencarral y Hernán Cortés. Como aderezo, se venden los panecillos del santo.



La iglesia de San Antón estuvo en origen ligada a la Orden de los Hospitalarios de San Antonio Abad, unida al hospital que allí tenían hasta la disolución de la orden en 1787. Inmediatamente después, en tiempos de Carlos IV ( 1748 – 1819), se vio adscrita al colegio de los escolapios que se instaló allí, cuyo popular edificio ocupa hoy el Colegio de Arquitectos de Madrid.
Sin embargo, aunque la primera cita religiosa del año hunde sus raíces en el medievo, en la celebración, tal y como la conocemos hoy, hay numerosos elementos modernos que pasan por tradicionales. Echamos la vista atrás para repasar la evolución de la fiesta a lo largo de los tiempos y saber qué hay de tradición y qué de reconstrucción historicista en las fiestas de San Antón.


San Antonio Abad, también conocido como San Antonio el Grande, San Antonio el Ermitaño o, simplemente, San Antón, es un santo católico del siglo III. Según la tradición, era hombre de gran fortuna que, tras recibir un mensaje divino, vendió sus bienes y marchó a vivir al desierto. Mucha gente le siguió, formando la primera comunidad de ermitaños de vida en común sin reglas escritas. El santo tiene aún hoy mucho predicamento en comunidades de este tipo como los moronitas, y es considerado, en general, pionero del monacato.
En España tuvo mucha influencia en la reforma del Carmelo (de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz), aunque la mayor repercusión la tiene en Francia, a través de los Caballeros Hospitalarios, en el siglo XI, que bajo su advocación recurren a criar cerdos para alimentar a los desfavorecidos.


Precisamente, esta es una de las razones por la que se representa al santo con un cerdo (también porque es el animal impuro, para representar que el ermitaño consiguó vencer en el desierto todas las tentaciones malignas). La otra forma en como suele representársele es con fuego brotando de sus pies o del libro que sostiene entre las manos. Es el llamado fuego de San Antonio, que hace referencia a la enfermedad del mismo nombre (o ergonismo), plaga medieval que se manifestaba con un intenso ardor en las extremidades (a grandes males, grandes remedios, la amputación solía ser la solución) y se interpretaba como un castigo por la lujuria. La orden se dedicó al cuidado de estos enfermos (en España a los bordes del camino de Santiago, donde los peregrinos llegaban infectados del país vecino). El fuego se ha mantenido, junto al cerdo, en las representaciones del santo (de El Bosco a Dalí pasando por Max Ernst) y en las hogueras de las fiestas populares.


Historia de la bendición y las vueltas en Madrid

La celebración que disfrutamos hoy es una versión reciente, con vocación de recuperación de la tradición, que data de tiempos de Enrique Tierno Galván.
San Antón en Madrid fue, en sus orígenes, una fiesta grotesca en la que los porqueros elegían al “rey de los cerdos”. Dicho monarca resultaba ser el cochino que llegaba primero a la comida en una carrera. Al ganador se le ataviaba con cintas y campanillas. A continuación, se sorteaba entre los más jóvenes del gremio el cargo de “rey de los porqueros”, y al agraciado se le disfrazaba –a modo del santo – con una larga barba blanca y un manto negro. Al rey de los porqueros se le montaba sobre el cerdo campeón y se le adornaba con una corana de ajos y guindillas: la misma que se había puesto antes el cochino.


El siguiente punto de la celebración consistía en dirigirse a la Iglesia de San Antón y exigir que se bendijeran los animales, su comida y los panecillos que habían hecho para la ocasión (y que son antecedente de los actuales). La fiesta proseguía luego hasta la madrugada con bailes y hogueras.
A medida que la ciudad fue creciendo la romería fue convirtiéndose en un problema para el tráfico, y en 1619 se manda fuera de la villa. En 1697 se prohibe, para reanudarse en 1725 con una versión reducida basada en las bendiciones.


Sabemos que la fiesta cobra gran importancia en tiempos de Isabel II (1833 – 1868). Es entonces cuando, ante la gran afluencia de público, se crea el itinerario amplio, por varias calles. Las descripciones con las que contamos hasta el parón de la Guerra Civil siguen mostrando un ambiente de romeros, carros engalanados y puestos de venta de feriantes.
La celebración de la fiesta de San Antón se reanuda en los cuarenta. Es entonces cuando se añade el pregón al ritual. Desfilan animales del circo Price y la guardia del dictador a caballo. Sin embargo, a finales de los sesenta se suspenden de nuevo las vueltas aduciendo problemas con el tráfico, aunque se seguirán bendiciendo los animales desde la ventana de la parroquia.


Subida a la ola de revitalización de las fiestas populares de los primeros ayuntamientos, a principios de los ochenta, y con el empuje del Padre Villar, la festividad cobra nuevos bríos. En 1983 Enrique Tierno Galván es el pregonero de las mismas, y a partir de 1985 se vuelve a facilitar el corte de las calles para las vueltas.
La nueva versión, se hibrida de aire institucional: aparecen las banderas (España, ayuntamiento, comunidad autónoma…). A la vez, se intenta hacer una reconstrucción historicista de la vieja romería que le da ese aire de llevar siendo igual desde hace siglos.


El mayor atractivo que tienen hoy las vueltas – además de los animales en sí mismos, desde el gran cerdo hasta los caballos de la guardia civil – es el aroma de transgresión que conserva, el hecho de ver a las fieras tomando el centro de la ciudad, si bien es ahora una transgresión civilizada, lejana de la inversión de valores carnavalesca tan propia de las festividades de otras épocas. Mantiene, de todos modos, un aroma popular divertido, aunque en los últimos años haya menos animales participando en ella.



Publicado en Somos Malasaña