No hay animal más triste que un perro de cuneta. Cuando llega el verano,
buscan con la punta de su frágil hocico el imposible camino de regreso
a casa. Han sido despojados del collar, rebajados a la categoría de
engorro que se tira cual mueble viejo para la hoguera de San Juan.
Puede que el perro sea el mejor amigo del hombre pero no todos los
hombres merecen ser amigos de los perros. El verano pasado viajaba yo
hacia el sur, por carretera, como siempre. Me habían invitado a
inaugurar un centro cultural que llevará mi nombre en una calle que
incomprensiblemente todavía no lo lleva. Por prudencia, yo procuraba no
mirar el paisaje para no tropezarme con el melancólico desconsuelo de
esos animalillos abandonados a su perra suerte. Una vez dejan de ser
cachorros, ya no son el capricho de infantiles y estridentes aprendices
de matarife y conviene borrar las pruebas del delito. La infancia es,
siempre lo he dicho, la escuela de los desalmados. Aunque no quería, en
un momento dado miré fugazmente hacia afuera y allí le ví, perro sin
dueño ni más rabia que el olvido. Nos detuvimos, claro, para recojerlo y
adoptarlo. Lo acaricié, lo abracé e intenté aplacar sus temblores con
silencio y respeto, dos formas de mudo y mutuo sentimiento.
Era de noche. A la carretera la engulló un paisaje que le rezaba a la
Luna con la oración monocorde de los grillos. Sentí que el perro se
dormía y percibí el latido de su corazón, costalero en la cuesta de
Iscariote. Así seguimos, yo preguntándome qué clase de animal podía
haberle abandonado, acostumbrándome a sus jadeos de jubiloso pedigüeño. A
lo lejos, las estrellas fugaces rasgaban el telón tejido por San
Lorenzo. Si cierro los ojos, puedo oler los días que siguieron: mis
perrillos y yo, en un campo de amapolas, brincando y jugando. Cada nuevo
perro es una aventura y me produce una desazón parecida a la que
experimento en las noches de estreno, cuando la obra todavía es un
esperanzador melón por abrir.
Enigmático, el perro dormía entre mis
brazos, ajeno a la realidad de desastres e injusticias que desgranaba la
radio. Cerca de Córdoba, nos detuvimos. Se escuchaban, lejanas,
bulerías rociadas con esdrújulos acordes de bordones y palmas. El perro
se despertó. Nos miramos. "Te llamarás Azahar", le dije casi entre
susurros, "porque es una palabra que nadie pronuncia mejor que yo".
Antonio Gala