viernes, 27 de enero de 2017

UN PERRO NO ES UN ANIMAL; POR PABLO PEINADO


No, un perro no es un animal. No es un animal "normal" y quizás ni siquiera sea un animal. Desde luego no responde a nuestro concepto clásico y básico de lo que mayoritariamente, para un ser humano, debería ser un animal: generalmente (salvo en China) no sirve para ser comido, ni resulta útil para casi ningún tipo de trabajo (salvo el pastoreo), ni vive en estado salvaje... Al menos no ahora. Un lejano día sí, pero de eso hace ya mucho tiempo. Quizás más de 100.000 años. En aquel entonces los perros y los humanos se acercaron y comenzaron a colaborar y a convivir. Humanos y perros comenzamos a ayudarnos y a entendernos en la noche de los tiempos de la cultura humana.


Hace poco un veterinario amigo me contó una historia que yo desconocía y que explica hasta qué punto un perro es diferente de otros cánidos. Me explicó que si tú coges a un cachorro de lobo desde bien pequeño y lo crías en tu casa, como harías con cualquier perro, el cachorro de lobo no se adapta a la vida en familia, ni es capaz de aprender o aceptar las reglas de convivencia básicas, que cualquier perro comprendería a la perfección.
La diferencia entre un cachorro de lobo y otro de perro es que el cachorro de lobo está predeterminado a ser un animal salvaje porque siempre ha vivido en libertad, mientras que el cachorro de perro lleva inscrito en su código genético la posibilidad de ser domesticado y de adaptarse a unas normas que no son las suyas, pero que él acepta en aras de la, para él beneficiosa, convivencia con la especie humana. El perro por ejemplo sigue conservando, aunque sea adulto, ciertas características infantiles -capacidad de juego y de aprendizaje por ejemplo- que le hacen más moldeable; cualidades en cambio que el lobo pierde en cuanto se hace adulto. También parece ser que el ladrido -los lobos no ladran, sólo aúllan- podría ser una adaptación del perro a nuestro forma de comunicarnos, algo así como un intento de copiar nuestro lenguaje.


Tuve mi primer perro siendo un niño. Pero sólo durante un par de meses porque enseguida enfermó y murió. A pesar de todo recuerdo ese período como uno de los más felices de mi infancia. Estaba deseando regresar del colegio para jugar con mi perro, que me recibía a lametones, cada tarde al regresar de la escuela. Hasta que un día de vuelta del 'cole' mi madre me dijo que ya no estaba, que se había puesto enfermo y había muerto. Era demasiado pequeño para entender del todo lo que aquello significaba.
Sólo hace un par de años sentí la necesidad perentoria de tener de nuevo un perro conmigo. Siempre lo había pospuesto por la peregrina idea de que sólo podría tener uno cuando me jubilara y me fuese a vivir al campo. Criar un perro me parecía un capricho caro y complicado, algo que me iba a restar tiempo para otras actividades que me gustan como leer, escribir, ir al teatro o quedar con amigos.... Además no me gusta ver animales encerrados y obligados a vivir en espacios humanizados, contra su voluntad. Hasta que un día me convencí a mí mismo de que un perro era diferente y que quería vivir esa experiencia sin esperar más tiempo. Eso me hizo traerme a casa a Keko, un podenco en acogida que saqué de una protectora de animales. No lo quise adoptar de entrada porque no sabía si estaba preparado para asumir esa, pensaba yo entonces, enorme responsabilidad. Pero Keko había vivido toda su vida en el campo y no se adaptaba a la vida en la ciudad. Salíamos a la calle y se negaba a dar un solo paso. Se asustaba de los coches, de la gente y de los ruidos... al cabo de una semana se lo llevaron de vuelta a la protectora y yo me volví a quedar solo. Estuve mucho tiempo sin tener noticias de él hasta que hace poco supe que vive feliz en Las Rozas, una ciudad mucho menos estresante, sobre todo para un perro acostumbrado a vivir en la naturaleza, que el centro de Madrid.


Pasado el tiempo comencé de nuevo a obsesionarme con la idea de tener un perro y un buen día, buscando en anuncios de todo tipo -estaba casi enfermo con mi obsesión perruna- encontré uno que me gustó. El anuncio lo había puesto una familia chilena que vendía dos machos de siete meses, pinscher miniatura y casi regalados porque no podían quedarse con la camada completa y querían poder elegir a los posibles interesados para dejar a sus perritos con gente de su confianza. Ellos ya tenían que cuidar de dos hijos, un gato, un galgo, la madre pinscher y su cachorro hembra... inicialmente habían pensado quedarse con todos pero, desbordados por la situación, decidieron que era demasiado trabajo y que lo mejor para ellos era "colocar" a los dos machos. 


Nos citamos y aparecieron un día en mi casa con dos preciosos pequeñines de color negro. Eran dos criaturas en verdad hermosas, atléticas y elegantes, adorables los dos... pero me veía obligado a tener que elegir y por eso les sometí a un test que encontré en Internet sobre cómo elegir el perro idóneo. El test básicamente consistía en hacerles diversos tipos de "perrerías" o sea pruebas de sometimiento a las que si el animal no se resiste en exceso, se supone que es más sociable y por lo tanto más apto para convivir con humanos. Ambos resultaron idóneos. Eran buenos, pacientes y cariñosos. Pero tuve que decidirme y elegí al que se llamaba Jack, aunque yo le llamé Ratón. Al verle con esas orejas tan grandes y esa carita de ratoncito -me recordaba a Mickey Mouse- pensé que era el nombre que más se le ajustaba. Hace poco quise telefonear a la familia que me lo vendió para darles las gracias por darme tanto por tan poco, pero el teléfono ya no estaba operativo. Supongo que debieron regresar a Chile en vista de cómo están aquí las cosas. Antes vendieron también a su hermano a un amigo mío. El le llamó Anubis, aunque ahora le llama siempre Nubi. A mi amigo, bromeando, le digo que ambos somos compadres perrunos.


Mi vida -y la de mi marido- ha cambiado totalmente desde la llegada de Ratón. Y eso que como todo nuevo inquilino al principio nos dio unos algunos problemas. Hasta que poco a poco aprendió a hacer las cosas donde debía y se adaptó a nosotros, a nuestra casa y a nuestro estilo de vida y nosotros a él, claro está. ¡Hay tanto que aprender cuando un nuevo miembro perruno llega a la familia! Hoy día es la felicidad de nuestra vida. Y no es una metáfora, es tal cual lo cuento. No hay nada ni nadie que me haga reír tanto como él, ni que me haga disfrutar tanto. Ningún ser humano nos da más cariño que él, que nos come a besos todos y cada uno de los días de nuestra vida. Nosotros le proporcionamos comida, agua y cobijo y eso le hace vernos como los jefes de la manada, de nuestra pequeña manada de tres miembros. Él nos respeta, nos quiere y nos hace felices con sus apenas 30 centímetros de altura. Es un animal sociable, tranquilo, hermoso y tierno... Babeamos con él cuando nos mira, cuando hace monerías porque sabe que nos gusta, cuando salta de alegría al vernos regresar a casa o al vestirle para salir a dar un paseo, que es su actividad favorita.


Tener un perro sale un poco caro, sobre todo si se le cuida adecuadamente, si se le ponen todas las vacunas que los veterinarios recomiendan y se le da una buena alimentación. Es un ser vivo -¿es un animal?- y como tal necesita ir al veterinario cada poco para revisiones, vacunas, curas... Como cualquiera de nosotros enferma y lo peor es que no tiene seguridad social -quizás nosotros algún día tampoco al paso que vamos- por lo que todos los tratamientos médicos se ponen por las nubes. Si fuéramos capaces de sortear la parte económica, yo recomendaría a todo el mundo que tuviera un perro en casa. Da mucha más felicidad de la que yo jamás habría imaginado. Mi marido dice con ironía que desde que llegó Ratón a nuestras vidas me he humanizado. Curiosa contradicción... Yo diría en todo caso que me he "perrizado".


En realidad no pretendía hacer una apología perruna en este artículo, sólo sentía la necesidad de describir lo maravilloso que es convivir con un animal que un día fue salvaje, pero que ahora es un miembro más de la familia humana. Un miembro de cuatro patas y un alegre rabito, que mueve enérgicamente cada vez que le propongo jugar con una pelota, al escondite o cualquier otra actividad que él sea capaz de entender... Él es feliz con nosotros y nosotros con él. Y lo peor es que ya no somos capaces de imaginarnos la vida sin Ratón y cada vez que enferma, que son más veces de las que desearíamos, aunque sea sólo una tontería, nos asustamos porque este mini perro se ha convertido en uno de los centros de nuestras vidas.


Nuestros paseos y aventuras por el Parque del Retiro son una delicia. Juntos hemos asistido a subastas de arte, inauguraciones de exposiciones, performances... hemos estado en restaurantes o en casas de amigos... Juntos vamos a comprar al supermercado, a veces de manera visible y otras oculto en el interior de un bolso de tela en el que, demostrando una admirable paciencia, permanece oculto para evitarnos problemas. Tengo que decir que no suelo volver a los lugares de donde nos echan con cajas destempladas, como nos ha ocurrido más de una vez, y eso que siempre le llevo dentro de una bolsa colgada de mi hombro (con la cabeza y medio cuerpo fuera eso sí) y él desde ahí no tiene ninguna posibilidad ni de hacerse pis, ni de lamer o comerse nada. A veces es tratado como si fuera un delincuente o un agente de contaminación masiva... Pero él sólo pesa tres kilos, tiene todas sus vacunas en regla y está más limpio que algunas personas. Por eso es tan fácil ir con él a todos lados. También es cierto que colabora en todo y no pone pegas a estas estrategias que me permiten llevarle casi siempre conmigo, en mejores o peores condiciones. 


Una vez incluso estuve a punto de llevarle al cine a ver Frankenweenie, una película que estrenó en 2012 mi idolatrado Tim Burton. El filme contaba la historia de un niño al que se le muere su perro Sparky y, reconvertido en una especie de doctor Frankenstein perruno, decide crear una máquina para resucitarle. Pensé que si había una película por la que mereciese la pena correr el riesgo de colar a Ratón en el cine era esa. Pero se me pasó y finalmente no la vimos. A pesar de todo sigo pensando en la posibilidad de ir al cine con él. Él, claro está, no verá la película a no ser que escuche ladridos de perros en la cinta y eso le haga estirar sus orejitas al límite. Normalmente se dormirá plácidamente sobre mis rodillas, como hace siempre, a veces en posturas inverosímiles, y yo veré sin problemas la proyección. No puedo evitar reconocer que me haría ilusión "colarle" en una sala de cine y compartir ese rato con él, como tantos otros que pasamos juntos.
 

Algunos pensarán a estas alturas de la "película" que estoy como una cabra. Yo les diría, si no tienen perro, que el día que lo tengan entenderán de lo que estoy hablando. A las personas que conviven con un perro no hace falta que les explique nada porque estoy seguro de que me entienden sin ningún género de dudas... Un perro es el mejor antídoto contra la soledad, contra la tristeza, contra el aburrimiento, contra la sensación que todo ser humano tiene en momentos puntuales de su vida de que todo va mal. Un perro no te evitará la pobreza o la enfermedad, no te sacará del paro, ni evitará tu divorcio, pero aliviará cualquier situación dolorosa a la que la vida te arrastre... Un perro quizás no te pueda salvar de padecer una depresión pero sin duda te ayudará, dentro de sus posibilidades, a hacerte la vida más llevadera.


Para terminar una anécdota. Una amiga valenciana se queda periódicamente en nuestra casa en Madrid por temas de trabajo, durante breves períodos de tres o cuatro días. No le gustan los perros y no los entiende, ni se preocupa por hacerlo y está en su derecho. Ella es así y lo aceptamos. Ratón ladra ruidosamente siempre que aparece por la puerta de casa para quedarse con nosotros, pero en seguida asume que forma parte de "nuestra manada" e incluso ensaya acercamientos a ella con escaso éxito por su parte. Un día nuestra amiga estaba en casa, sola con Ratón y rompió a llorar de rabia por un problema de trabajo. Ratón se subió al sofá en el que ella estaba sentada, se puso a su lado y apoyó las dos patitas delanteras sobre su pecho mientras la miraba fijamente como diciéndole: "¿Puedo hacer algo por ti?". Luego, al ver que no había respuesta por parte de nuestra amiga y que esta seguía sollozando desconsoladamente, se acurrucó junto a ella hasta que se calmó... Y eso pese a que él está habituado a sufrir su rechazo. ¿Podría un ser humano haber dado una mejor respuesta a su dolor? Por eso sostengo que un perro no es un animal. No sé lo que es exactamente, pero un animal lo dudo...




Escrito por Pablo Peinado en The Huffington Post