jueves, 9 de febrero de 2017

LA FAZ DEL LOBO; POR FÉLIX RODRIGUEZ DE LA FUENTE


Entre los animales que formaban el universo zoomórfico de mi infancia, destacaba el lobo. Pero el lobo había alcanzado el rango de verdadera criatura mítica. Porque en el fondo de los más espeluznantes relatos con que me habían dormido mis niñeras desde que aprendí a escuchar cuentos, el lobo aparecía siempre como una potencia incontrolable y salvaje de la que solo se podían esperar ruinas y desgracias.

El soldado perdido en el páramo, en una noche de nevada y del que no se encontraron, días más tarde, más que las botas, sin duda había sido devorado por los lobos. Y cuando una pareja de estos temidos carniceros le salieron al paso, en plenas tinieblas, a un pastor que cruzaba el monte para llevar unas medicinas a su mujer enferma, el terror que pasó el buen hombre hasta que sus mastines, atraídos por sus silbidos, salieron a defenderle, fue tan grande que perdió el habla y se le encaneció el cabello. Pero la gran hazaña de los lobos del páramo fue su ataque combinado al corral donde se guardaba, a varios kilómetros del pueblo, un gran rebaño de carneros. Las fieras habían comenzado a cavar, una noche de invierno, en la pared de la amplia y baja corraliza para penetrar en su interior y dar muerte al ganado. El rebaño aterrorizado, se fue apelotonando contra el tabique de enfrente, donde justamente se abría la doble puerta de madera. Los lobos trabajaban implacablemente en el silencio de la noche. Y la presión de los carneros se hizo tan grande que la puerta, arrancada de sus goznes, se vino abajo, saliendo al exterior en plena estampida la manada de los enloquecidos animales.


Como un torrente se precipitaron ladera abajo, hacia el lejano pueblo. Los lobos ebrios de sangre, fueron matando a los carneros sin detenerse a comer. Cuando la avanzada de la dramática tropa llego a las calles de la aldea, despertando a los vecinos, éstos pudieron seguir en la oscuridad por los blancos cuerpos de sesenta reses degolladas, el camino que había traído el rebaño desde el corral.

Éstas y otras historias me fueron proporcionando una idea del lobo que estaba, naturalmente, en consonancia con la fama de que disfrutaba en toda la región. El lobo era la encarnación del mal, desafiaba al hombre, le robaba sus bienes, atemorizaba sus rebaños, era la única criatura capaz de desafiarlo de todas cuantas vivían en latitudes civilizadas. Y, según me decían, el lobo era feo, de mirada aviesa y cruel, espumantes belfos y furtiva pisada. El lobo era el enemigo al que ni siquiera se le podía atribuir la posesión de la belleza.


Cuando cumplí los doce años, mi padre me regaló unos prismáticos de campaña. Y en unas vacaciones de Navidad se me ofreció la venturosa y ansiada oportunidad de formar parte de una batida a los lobos. Se habían movilizado pueblos enteros. Se había organizado una vasta maniobra de estrategia militar para cercar los lobos y hacerlos pasar por los puestos donde esperaban escondidos los mejores cazadores de la región.


Al amparo de un espeso arbusto de boj, bien consciente de mi obligación de canalizar los lobos hacia sus presuntos matadores, espere durante todo un día aguantando el aguanieve y el frio vientecillo del norte. Al caer la tarde, cuando ya ansiaba la orden de retirada que debía dar un viejo cazador que se apostaba en lo alto de una peña, una silueta parda e irreal apareció en el horizonte de la redonda loma de enfrente .¡El lobo!... Finalmente el fantasma aparecía ante nosotros. Por unos instantes me pareció vislumbrar en aquel bulto grisáceo la fealdad y peligrosa apariencia que tantas veces me habían descrito. Con toda emoción tomé los prismáticos y me los llevé lentamente a los ojos. Lo que vi jamás se borrará de mi memoria: la faz del lobo era de una belleza indescriptible. La amplia bóveda de su cráneo, coronada por dos pequeñas y triangulares orejas, reflejaba gran inteligencia; sus claros, serenos y profundos ojos, con el iris del color del ámbar, miraban hacia mí con aire interrogante; sus firmes y vigorosos aplomos, su pelaje entre pardo y plateado y toda la armonía de sus formas superaban a cuanto yo había visto en el mundo animal.


Tan sigilosamente como había aparecido, la silueta del lobo se esfumó en el aguanieve del atardecer. Y yo le pedí a Dios de todo corazón que el animal del noble porte y ojos claros no pasara por la línea de las escopetas, aunque hubiera sido él el causante de la matanza de los carneros, aunque hubiera asustado con su mítica presencia al pastor que llevaba medicinas para su mujer. Porque estaba seguro, con esa fe indestructible de la infancia, que una criatura con aquella faz no podía ser mala. La nobleza, la serenidad y la gallardía emanaban de la manera más conquistadora del rostro del perseguido carnicero. Aquella tarde fría del mes de diciembre decidí que todo lo que me habían contado del lobo era falso. El lobo no podía ser un traidor. El lobo no podía ser cruel por puro capricho. Si el lobo mataba, sería porque necesitaba carne para sobrevivir. Y, al fin y al cabo, el hombre no tenía derecho a erigirse en dueño supremo de a carne; de la vida y de la muerte.


Veinticinco años más tarde he llegado a conocer perfectamente al lobo. He sido aceptado como jefe de una manada de siete soberbios ejemplares. He leído, muy de cerca, en las pupilas de mis lobos, toda la fidelidad monolítica que reside en su complejo comportamiento. He descubierto que los lobos son cooperativos, comunitarios, que adoptan a los cachorros huérfanos, que comparten alimento, que jamás abandonan a los heridos o a los débiles. Mis lobos han dado ya la vuelta al mundo a través de los canales de la televisión, de los libros y de las revistas ilustradas. Pero el mensaje de su misteriosa y desconocida historia ya lo había decidido a los doce años de edad, cuando, a través de mis primeros prismáticos de campaña, pude ver de cerca la luminosa faz del lobo.


Hoy sabemos que cuando los lobos provocan la estampida de un rebaño y matan más de lo que pueden comer, lo hacen siguiendo un instinto inmutable que les permitió sobrevivir en la era glacial, cuando debían almacenar carne para alimentarse durante todo el invierno, atacando los rebaños de renos u otros ungulados salvajes. Hoy nos consta que los lobos siguen a los hombres en la noche movidos por la curiosidad más que por el deseo de atacar. Hoy se sabe que los lobos al eliminar a los cérvidos enfermos, viejos y tarados, contribuyen a la selección natural. Hoy se protege legalmente a los lobos en todo el territorio de Suecia, abonando a los pastores lapones los renos que los lobos les matan. Y ningún país civilizado permitiría el exterminio de unos hermosos animales que escasean ya en todas partes.