Entre los animales que formaban el universo zoomórfico de mi
infancia, destacaba el lobo. Pero el lobo había alcanzado el rango de verdadera
criatura mítica. Porque en el fondo de los más espeluznantes relatos con que me
habían dormido mis niñeras desde que aprendí a escuchar cuentos, el lobo
aparecía siempre como una potencia incontrolable y salvaje de la que solo se podían
esperar ruinas y desgracias.
El soldado perdido en el páramo, en una noche de nevada y
del que no se encontraron, días más tarde, más que las botas, sin duda había
sido devorado por los lobos. Y cuando una pareja de estos temidos carniceros le
salieron al paso, en plenas tinieblas, a un pastor que cruzaba el monte para llevar
unas medicinas a su mujer enferma, el terror que pasó el buen hombre hasta que
sus mastines, atraídos por sus silbidos, salieron a defenderle, fue tan grande
que perdió el habla y se le encaneció el cabello. Pero la gran hazaña de los
lobos del páramo fue su ataque combinado al corral donde se guardaba, a varios kilómetros
del pueblo, un gran rebaño de carneros. Las fieras habían comenzado a cavar,
una noche de invierno, en la pared de la amplia y baja corraliza para penetrar
en su interior y dar muerte al ganado. El rebaño aterrorizado, se fue
apelotonando contra el tabique de enfrente, donde justamente se abría la doble
puerta de madera. Los lobos trabajaban implacablemente en el silencio de la
noche. Y la presión de los carneros se hizo tan grande que la puerta, arrancada
de sus goznes, se vino abajo, saliendo al exterior en plena estampida la manada
de los enloquecidos animales.
Como un torrente se precipitaron ladera abajo, hacia el lejano pueblo. Los lobos ebrios de sangre, fueron matando a los carneros sin detenerse a comer. Cuando la avanzada de la dramática tropa llego a las calles de la aldea, despertando a los vecinos, éstos pudieron seguir en la oscuridad por los blancos cuerpos de sesenta reses degolladas, el camino que había traído el rebaño desde el corral.
Éstas y otras historias me fueron proporcionando una idea
del lobo que estaba, naturalmente, en consonancia con la fama de que disfrutaba
en toda la región. El lobo era la encarnación del mal, desafiaba al hombre, le
robaba sus bienes, atemorizaba sus rebaños, era la única criatura capaz de
desafiarlo de todas cuantas vivían en latitudes civilizadas. Y, según me decían,
el lobo era feo, de mirada aviesa y cruel, espumantes belfos y furtiva pisada.
El lobo era el enemigo al que ni siquiera se le podía atribuir la posesión de
la belleza.
Cuando cumplí los doce años, mi padre me regaló unos
prismáticos de campaña. Y en unas vacaciones de Navidad se me ofreció la
venturosa y ansiada oportunidad de formar parte de una batida a los lobos. Se habían
movilizado pueblos enteros. Se había organizado una vasta maniobra de
estrategia militar para cercar los lobos y hacerlos pasar por los puestos donde
esperaban escondidos los mejores cazadores de la región.
Al amparo de un espeso arbusto de boj, bien consciente de mi
obligación de canalizar los lobos hacia sus presuntos matadores, espere durante
todo un día aguantando el aguanieve y el frio vientecillo del norte. Al caer la
tarde, cuando ya ansiaba la orden de retirada que debía dar un viejo cazador
que se apostaba en lo alto de una peña, una silueta parda e irreal apareció en
el horizonte de la redonda loma de enfrente .¡El lobo!... Finalmente el
fantasma aparecía ante nosotros. Por unos instantes me pareció vislumbrar en
aquel bulto grisáceo la fealdad y peligrosa apariencia que tantas veces me habían
descrito. Con toda emoción tomé los prismáticos y me los llevé lentamente a los
ojos. Lo que vi jamás se borrará de mi memoria: la faz del lobo era de una
belleza indescriptible. La amplia bóveda de su cráneo, coronada por dos
pequeñas y triangulares orejas, reflejaba gran inteligencia; sus claros,
serenos y profundos ojos, con el iris del color del ámbar, miraban hacia mí con
aire interrogante; sus firmes y vigorosos aplomos, su pelaje entre pardo y plateado
y toda la armonía de sus formas superaban a cuanto yo había visto en el mundo
animal.
Tan sigilosamente como había aparecido, la silueta del lobo se esfumó en el aguanieve del atardecer. Y yo le pedí a Dios de todo corazón que el animal del noble porte y ojos claros no pasara por la línea de las escopetas, aunque hubiera sido él el causante de la matanza de los carneros, aunque hubiera asustado con su mítica presencia al pastor que llevaba medicinas para su mujer. Porque estaba seguro, con esa fe indestructible de la infancia, que una criatura con aquella faz no podía ser mala. La nobleza, la serenidad y la gallardía emanaban de la manera más conquistadora del rostro del perseguido carnicero. Aquella tarde fría del mes de diciembre decidí que todo lo que me habían contado del lobo era falso. El lobo no podía ser un traidor. El lobo no podía ser cruel por puro capricho. Si el lobo mataba, sería porque necesitaba carne para sobrevivir. Y, al fin y al cabo, el hombre no tenía derecho a erigirse en dueño supremo de a carne; de la vida y de la muerte.
Veinticinco años más tarde he llegado a conocer
perfectamente al lobo. He sido aceptado como jefe de una manada de siete
soberbios ejemplares. He leído, muy de cerca, en las pupilas de mis lobos, toda
la fidelidad monolítica que reside en su complejo comportamiento. He descubierto
que los lobos son cooperativos, comunitarios, que adoptan a los cachorros huérfanos,
que comparten alimento, que jamás abandonan a los heridos o a los débiles. Mis
lobos han dado ya la vuelta al mundo a través de los canales de la televisión,
de los libros y de las revistas ilustradas. Pero el mensaje de su misteriosa y
desconocida historia ya lo había decidido a los doce años de edad, cuando, a través
de mis primeros prismáticos de campaña, pude ver de cerca la luminosa faz del
lobo.