Una espera en el campo nunca decepciona. Cuatro largas esperas, desde
el atardecer hasta la alta noche, no podían fallar y han dado como
resultado la grabación de una de las voces más escasas, más esquivas, de
la naturaleza ibérica. Al final de tanto aguardo en el monte se
escucharon los maullidos de los linces en celo.
Las esperas han tenido lugar esta misma semana, bajo la primera luna
del año, en una zona de olivares y barrancos en las estribaciones de
Sierra Morena. Pero además de los linces, que hablaron poco y muy tarde,
otros muchos habitantes de estos bosques alineados que son los olivares
se manifestaron. Este es el resumen, en poco más de dos minutos y
medio, de lo que se escuchó en esas cuatro largas y fructíferas noches.
Cae la tarde y las últimas voces del día se refugian en las copas de
los olivos: los reclamos metálicos de los mirlos, los relinchos ásperos
de los rabilargos, los enmarañados chasquidos de petirrojos y currucas
capirotadas, que suenan como si hicieran entrechocar unos guijarros.
Lejos, ajea una perdiz.
Con la puesta de sol y la extensión de las sombras se produce el
cambio de guardia. Maúllan los primeros mochuelos. El eco en la voz de
uno de ellos dibuja los contornos de una vaguada.
Noche cerrada. Por toda la sierra se escuchan los ladridos
desesperados de las rehalas de perros. Encerrados en jaulones, atados
por cadenas, le ladran a la noche la desesperación por su perra vida.
Al mismo tiempo, libres y quizá por eso hambrientos, los ladridos de
los zorros en celo llegan desde el fondo de las vaguadas. Dos búhos
reales, cada uno en su territorio, pespuntean el silencio.
Más cerca, en las ramas de un olivo, los lirones caretos corretean, rompen las ramas, emiten unos sutiles quejidos.
Pasan las horas y el monte se aquieta; reina al fin un silencio casi
perfecto. Ha llegado el momento. Desde el fondo de la oscuridad, muy
lejos, llega una llamada, un grito por la supervivencia: maúllan y
gruñen los dos miembros de una pareja de linces en celo.
Cuatro noches a la espera requieren paciencia, pero también la
seguridad de que lo que buscas está ahí. Yo confiaba en que los linces
acabarían maullando por dos razones. Una, porque en todas las carreteras
de la zona hay carteles y señales de tráfico que avisan de su
presencia. Pero, sobre todo, porque mi amigo Manuel Moral, uno de los
mejores naturalistas que he tenido la suerte de conocer, me recomendó
paciencia. Y tenía razón.