“Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”, decía el poeta Lord Byron. Solo quien haya tenido el placer de compartir su vida con este animal sabe que esta famosa cita es cierta, que un perro no es solo un “perro”, ni siquiera un animal de compañía: es un miembro más de la familia. Sin ir más lejos, así lo considera el 90% de los propietarios de perros y gatos en Estados Unidos, según un estudio realizado por Harris Interactive.
En una investigación de los años 90, John Archer, de la Universidad de Central Lancashire, sostenía que “algunas personas obtienen más satisfacción de la relación con sus mascotas que de las relaciones humanas”. La estrecha conexión emocional entre humanos y mascotas es un enamoramiento perpetuo, según descubrieron investigadores japoneses en 2015.
Los expertos probaron que cuando el amo y el perro se miran, sus cerebros producen oxitocina, la conocida como “hormona del amor”.
El proceso es muy parecido, sostienen los científicos, al amor que
profesa una madre humana a su bebé. Eso por no hablar de todos los
beneficios probados que supone vivir en compañía de un can: reduce los
niveles de cortisol en sangre (indicador fisiológico del estrés), hace
que liberemos endorfinas (asociadas con el bienestar) y disminuye el
riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares.
Pero, ¿por qué amamos tanto a los perros, tanto como para dormir con
ellos, besarlos (siete de cada diez propietarios de perros lo hacen al
día, según la Fundación Affinity), o hablarles como si fueran una persona? Según apunta el profesor de psicología Frank T. McAndrew, por su lealtad incondicional, asistencia y compañía y por ese feedback continuo: estos animales nos estudian día a día hasta comprendernos a través de nuestras expresiones. Son capaces de interpretar cómo nos sentimos o de detectar lo que necesitamos.
Es por todas estas circunstancias que la muerte de un perro puede ser tan o más dura como la de un familiar. Las razones, explica
la psicóloga Julie Axelroad, son varias: para empezar, al perder al
perro se pierde un amor incondicional que ha acompañado siempre. Dice
Axelroad que “la pérdida de un perro puede ser comparable a la pérdida
de un hijo”, porque -al morir el can- el humano pierde a alguien que
siempre ha cuidado y protegido.
Además, la pérdida supone un cambio de vida y de rutinas absoluto. Según la psicóloga, el duelo se puede agravar porque socialmente no está aceptado el dolor que supone la muerte del perro y porque las circunstancias del óbito pueden ser muy difíciles, por ejemplo por eutanasia, enfermedad o accidente.
Para muchas personas, este proceso de aceptar y superar la
muerte del perro es tan difícil que nunca más vuelven a tener un animal
de compañía. Sentir tristeza o sentimiento de culpa es algo muy común entre las personas que han perdido a su perro.
Axelroad aconseja ser paciente, evocar los buenos momentos pasados con
el animal, crear un ritual para despedirlo o conmemorar su vida y hablar
con una persona que comprenda esta situación.
Publicado en La Vanguardia