Al crepúsculo, hacia el oeste, el cielo se ilumina al tiempo que el
paisaje se apaga. Las encinas no son más que siluetas recortadas, las
laderas de monte un telón negro. No se ve nada, pero desde esa oscuridad
emergen los sonidos que dan la señal de partida al otoño. Comienza la
berrea, el periodo de celo durante el que los ciervos dirimen sus
asuntos a voces.
En los últimos días las tormentas han traído un poco de agua; la
hierba, pulverizada tras el verano más caliente que se recuerda, empieza
ahora a brotar. Las noches refrescan y el celo no puede esperar. Aunque
con poca intensidad, los rotundos bramidos de los machos resuenan por
las vaguadas, retumban contra las rocas, ruedan ladera abajo. No hay
nada más contundente en el paisaje sonoro natural, salvo las tormentas.
Junto a ellos, los otros sonidos de la hora –el crepitar de los
petirrojos, los reclamos asustados de los mirlos, el ululato de un
cárabo, los ladridos de los zorros- pasan casi desapercibidos. Tan sólo
la dulce y tenaz melopea de los últimos grillos, en el otro extremo de
la escala sonora, destaca contra los estruendos de la berrea de los
ciervos.
Publicado en Carlos de Hita