Decía Gerald Durrell, acaso el naturalista más famoso de nuestro tiempo, que el verdadero amante de la naturaleza es aquel que es capaz de disfrutar por igual al contemplar una manada de elefantes en la estepa masai, que al observar un bando de gorriones desde su balcón.
Evidentemente
que no es lo mismo. Lo lejano y escaso siempre nos ha llamado la
atención mucho más que aquello que resulta cercano y común. Pero cuando
el bueno de Durrell afirmaba que era capaz de pasarse toda una tarde
observando un hormiguero en su jardín, tenía razón: la naturaleza
siempre resulta apasionante para quienes la miran con curiosidad y ganas
de aprender.
Desde que alcanzo a recordar, siempre he sentido
una incontenible atracción por las aves silvestres. Siendo tan solo un
niño tomaba anotaciones de los pájaros que habitaban en el patio
interior de mi bloque de viviendas. Era una escandalosa y alegre colonia
de gorriones comunes a la que seguía desde la ventana de mi cuarto,
cuaderno en ristre, describiendo las características de su aspecto y su
comportamiento.
La cosa fue a más el día que los Reyes Magos me trajeron unos prismáticos. Gracias a aquellos rusos,
que todavía conservo y con los que sigo saliendo de pajareo, me
convertí en ornitólogo. Y lo hice observando a las especies de mi
barrio, con las que conseguí llenar varios cuadernos de campo.
Hace
unos años leí una curiosa historia sobre los habitantes de las ciudades
de la antigua Roma y los pájaros. Al concluir los populares torneos de
vigas y cuadrigas, que despertaban una pasión entre los romanos como la
que hoy genera el futbol entre sus aficionados, los seguidores de los
vencedores se encaramaban a los tejados de las casas y capturaban a las
golondrinas para teñirles las alas con los colores del equipo vencedor y
volverlas a soltar sin causarles ningún daño.
De ese modo, cuando las aves volvían a sus cuarteles
de invierno en las provincias africanas, los legionarios desplazados
hasta allí vitoreaban el nombre del campeón al observar su paso y
comprobar el anuncio que portaban pintado en las alas.
Más allá
del vínculo que une la observación de los pájaros con nuestra propia
historia, un lazo del que podríamos dar muchísimos más testimonios, lo
cierto es que la contemplación de las aves silvestres siempre ha sido
una de las principales aficiones del ser humano. Una afición que hoy en
día mueve a millones de turistas por todo el mundo para disfrutar de la
observación de los pájaros o birdwatching.
Pero para
disfrutar de la ornitología no es necesario realizar grandes
desplazamientos ni recurrir a sofisticados equipos de observación. Basta
con adquirir unos buenos prismáticos de inicio (tienen una alta
variedad por menos de cien euros), una guía de identificación de aves y
un cuaderno de anotaciones y sentarse en su balcón, terraza o jardín. Si
colocan un comedero y un bebedero conseguirán atraerlos, y si tienen la
suerte de acertar con la colocación de una caja nido y además les crían
vivirán una de las aventuras más fascinantes de la naturaleza: la
aventura de la vida.
Por eso me permito invitarles a poner en
práctica la afición por la ornitología disfrutando de su entorno más
cercano: ya sea desde casa, al salir a pasear por el barrio, el pueblo o
el campo. Y que promuevan esa afición entre los más jóvenes, pues es
una excelente manera de fomentar en ellos el amor y el respeto a la
naturaleza y rescatarlos de la realidad virtual en la que viven.
Escrito por José Luis Gallego en La Vanguardia