Ya hacia un año que Evaristo había enviudado. Sus hijos intentaban convencerlo que de que se fuera con ellos a la ciudad, pero él se resistía a dejar la casa de piedra que le había visto nacer, crecer, amar, envejecer y perder. En la ciudad siempre se había sentido sólo, porque entre tanta gente resultaba difícil encontrar personas.
Dos hernias de disco le apartaron de la siega a guadaña, que gustaba practicar en la época, dejando para los más jóvenes, turistas y venideros el uso de una maquinaria cuyo sonido le disgustaba.
La huerta era pequeña, y no alcanzaba a ocuparle más tiempo del que le sobraba. Animales ya no había, y aunque en su momento pareció razonable deshacerse de las vacas por cuya leche ya nada le daban, ahora las echaba de menos.
Fue así como a su primogénito se le ocurrió regalare una perra, de linaje desconocido pero de porte altivo y buen tamaño. Ya crecida, para evitar al padre las molestias de un cachorro demasiado activo.
Evaristo recibió el regalo con amabalidad, resignación y desconfianza, porque de la misma forma que no se podía llenar el vacío dejado por Marina, tampoco creía que se pudiera enmendar la falta de la Lola, que compartiera con él sus últimos meses de marido y de hombre entero.
Y es que la Lola “daba” muy bien a la gente, avisando de su presencia antes que nadie, daba la pata, traía palos y pelotas, se tumbaba y se sentaba a la orden, cazaba ratones, ratas y hasta algún topo. Y en cambio esta nueva perra no corría tras los palos, y la presencia o ausencia de vecinos parecía traerle sin cuidado, excepto para evitarlos con desconfianza manifiesta. Nunca ladraba. No parecía entender ni el gallego ni el castellano, no hacía nada, excepto seguir a Evaristo cuando iba a la huerta, al prado, al bar. Se tumbaba y lo observaba en silencio, siempre a no menos de 5 pasos. No buscaba las caricias, ni Evaristo las ofrecía. Así que ni siquiera le puso nombre.
El día del Patrón los fuegos empezaron temprano, y Evaristo vio por la ventana como la perra se alarmaba por el estruendo de los petardos, buscando refugió en su caseta de la que entraba y salía de manera nerviosa, con el rabo entre las piernas, el lomo bajo, las orejas hacia atrás, sin poder parar de moverse. Sintió lástima por ella y le abrió la puerta de su casa. Ella entró y se tumbó mientras lo miraba y jadeaba con la lengua fuera durante unos segundos. Al momento se incorporó, se acercó rápidamente a su dueño y se puso a dos patas apoyando las delanteras sobre el pecho del anciano, al tiempo que echaba sus orejas hacia atrás, estirando sus rasgos hasta aparentar una sonrisa, dejando una frente despejada y unos ojos rasgados. Con esa expresión comenzó a lamerle el mentón, los labios y las orejas. Y Evaristo la dejó hacer, se echó a llorar y comprendió que aquella era la mejor perra del mundo.
Y la llamó Bela.
Dos hernias de disco le apartaron de la siega a guadaña, que gustaba practicar en la época, dejando para los más jóvenes, turistas y venideros el uso de una maquinaria cuyo sonido le disgustaba.
La huerta era pequeña, y no alcanzaba a ocuparle más tiempo del que le sobraba. Animales ya no había, y aunque en su momento pareció razonable deshacerse de las vacas por cuya leche ya nada le daban, ahora las echaba de menos.
Fue así como a su primogénito se le ocurrió regalare una perra, de linaje desconocido pero de porte altivo y buen tamaño. Ya crecida, para evitar al padre las molestias de un cachorro demasiado activo.
Evaristo recibió el regalo con amabalidad, resignación y desconfianza, porque de la misma forma que no se podía llenar el vacío dejado por Marina, tampoco creía que se pudiera enmendar la falta de la Lola, que compartiera con él sus últimos meses de marido y de hombre entero.
Y es que la Lola “daba” muy bien a la gente, avisando de su presencia antes que nadie, daba la pata, traía palos y pelotas, se tumbaba y se sentaba a la orden, cazaba ratones, ratas y hasta algún topo. Y en cambio esta nueva perra no corría tras los palos, y la presencia o ausencia de vecinos parecía traerle sin cuidado, excepto para evitarlos con desconfianza manifiesta. Nunca ladraba. No parecía entender ni el gallego ni el castellano, no hacía nada, excepto seguir a Evaristo cuando iba a la huerta, al prado, al bar. Se tumbaba y lo observaba en silencio, siempre a no menos de 5 pasos. No buscaba las caricias, ni Evaristo las ofrecía. Así que ni siquiera le puso nombre.
El día del Patrón los fuegos empezaron temprano, y Evaristo vio por la ventana como la perra se alarmaba por el estruendo de los petardos, buscando refugió en su caseta de la que entraba y salía de manera nerviosa, con el rabo entre las piernas, el lomo bajo, las orejas hacia atrás, sin poder parar de moverse. Sintió lástima por ella y le abrió la puerta de su casa. Ella entró y se tumbó mientras lo miraba y jadeaba con la lengua fuera durante unos segundos. Al momento se incorporó, se acercó rápidamente a su dueño y se puso a dos patas apoyando las delanteras sobre el pecho del anciano, al tiempo que echaba sus orejas hacia atrás, estirando sus rasgos hasta aparentar una sonrisa, dejando una frente despejada y unos ojos rasgados. Con esa expresión comenzó a lamerle el mentón, los labios y las orejas. Y Evaristo la dejó hacer, se echó a llorar y comprendió que aquella era la mejor perra del mundo.
Y la llamó Bela.