Aquí está el cabo de la infantería de Marina de EUA, Jose Armenta, en su tienda la noche antes de ser herido por una explosión en Afganistán. Le da de comer y beber a su perro, Zenit, un pastor alemán. Luego lo lleva a entrenar afuera en la luz menguante de este desierto polvoriento que parece de otro mundo.
Es lo que más les gusta. Jose ordena a Zenit que se siente, lo cual hace obedientemente, luego corre 50 metros y esconde un juguete de goma, un Kong, en un muro de adobe, y lo cubre con tierra. Cuando Jose le da la orden, Zenit sale disparado a buscarlo, zigzagueando, y meneando la cola.
Es una danza compleja. Comandos de voz a los que obedece con una acción canina precisa, siempre con la misma meta en mente, encontrar el juguete.
Mañana, ya en sus puestos de patrulla, el objetivo no será encontrar un juguete sino un dispositivo explosivo improvisado (DEI), una de las armas más brutalmente efectivas de los talibanes contra las tropas estadounidenses.
Jose ha pasado los últimos tres meses en la base militar de Alcatraz, en el límite de una ciudad llamada Sangin en la provincia de Helmand, sin un solo "hallazgo".
A pesar de su optimismo, la falta de hallazgos comienza a pesarle casi tanto como el calor de 37°C, que se siente aún más intenso cuando uno lleva encima 35 kilogramos de equipo.
En agosto de 2011, la misión en Sangin fue asegurar la presa Kajaki, de 97.5 metros de altura, y prevenir que los talibanes la volaran e inundaran el valle de Helmand. Los soldados del tercer batallón de reconocimiento, en grupos de 12 aproximadamente, se turnan para desarticular las acciones del enemigo y rastrean la ubicación de los grupos pequeños de combatientes talibanes. A Jose y Zenit les toca acompañar cada misión. Van adelante del grupo junto con un soldado que lleva un detector de metales, lo cual los convierte en los primeros blancos, mientras Zenit peina la zona en busca de cualquier olor de nitrato que pueda indicar un DEI enterrado.
Sangin está plagado de DEI y pululan combatientes enemigos. Es el lugar donde las fuerzas británicas, antes de retirarse por completo en 2010, perdieron más de 100 soldados. Desde entonces ha sido cementerio para muchos estadounidenses y lugar donde numerosos soldados de ese país han sufrido heridas desfiguradoras.
Extraordinarios sentidos
No todos los perros militares son aptos para combate. Algunos no aguantan el calor o se excitan demasiado con el sonido de disparos o explosiones, aun después de las sesiones de desensibilización.
Algunos son demasiado leales, demasiado flojos o demasiado juguetones. Cada perro es un universo de características propias. Aun así, algunas razas por lo general son mejores en el campo de batalla que otras, como es el caso de los pastores alemanes, los labradores y, en especial, los pastores belgas, conocidos por ser valientes, determinados y capaces de tolerar el calor.
Pero lo que funciona en un ambiente dado puede no funcionar en otro. La historia sugiere que cada situación de batalla exige su propia raza y su propia táctica. Durante la Primera Guerra Mundial, ambos bandos utilizaron decenas de miles de perros como mensajeros.
En la Segunda Guerra Mundial, la Infantería de Marina de Estados Unidos desplegó perros en las Islas del Pacífico para olfatear posiciones japonesas. En Vietnam, alrededor de 4,000 canes se utilizaron para liderar patrullas en la selva, lo cual salvó numerosas vidas (no obstante, las fuerzas armadas decidieron dejar muchos allá cuando Estados Unidos se retiró). En lo más álgido de las guerras de Afganistán e Irak, las fuerzas armadas de Estados Unidos tenían un contingente de alrededor de 2,500 perros de trabajo en las milicias.
Este antiguo lazo entre el hombre y el perro es la esencia de nuestra fascinación por estos equipos: la dependencia en los sentidos superiores de los animales (los perros están hasta 100,000 veces más alerta a los olores que los humanos); la seriedad del empeño del militar, en contraste con la alegría inconsciente del perro que está al acecho o jugando; la abnegación y lealtad con las que el manejador y el perro se ponen en peligro -uno consciente de ello y el otro sin saberlo- para salvar vidas.
Articulo publicado En National Geographic Español