lunes, 7 de enero de 2019

EL GATO QUIERE SER SÓLO GATO; POR ROBERTO ALIFANO


y todo gato es gato
desde el bigote a la cola…

Pablo Neruda


Amo a los gatos y siempre sentí atracción y curiosidad por ellos. Hace poco perdí a “Dante”. Se murió de viejo, casi ausente, remolón, solitario y sin ocasionar ningún problema. Era rubio, tirando a colorado, cabezón, voluminoso, astuto, con mirada firme y profundamente distante. “Virgilio”, que llegó algunos años después de la mano de mi hija María Patricia y de mi nieta Cecilia, es negro puro, menos inquieto que receloso, similar a una pantera. Ágil, veloz, prudente, incisivo.


Reconozco mi equivocación ante la psicología de estos pequeños felinos misteriosos, que siempre imaginé sumisamente hogareños. Mirando ahora a “Virgilio” creo adivinar en él y en sus pupilas magnéticas, una intensa nostalgia de selva, mitigada por la ternura cotidiana. Su orgullo, su misantropía ancestral y esa prudente, recogida actitud que asume en nuestra relación, me hace pensar que el gato, a la inversa de todos los animales domésticos, no logró nunca someterse a la nueva vida familiar y conserva siempre intacta el alma áspera y libre de sus abuelos. Sin embargo, es el que mejor ha sabido adaptarse a esta sociedad artificial en que se ha convertido el universo que habitamos.


El gato ama el confort y la vida reposada. Es el que más goza, sin remordimientos, de los sillones mullidos, de los suaves almohadones y de toda la tibieza iluminada y tonificante que hay en la casa. Su tacto siente, con infinita precisión, la voluptuosidad de las sedas y los terciopelos y se entrega a ellos en exquisita sensibilidad femenina. Gusta de las buenas comidas porque su paladar, como en las razas viejas, se ha ido refinando hasta alcanzar los sutiles matices de los sabores más irresistibles.

En esto el gato se diferencia de los hombres, que poseemos una incapacidad manifiesta para adaptarnos a la civilización que nosotros mismos hemos creado y seguimos pervirtiendo. Predicamos el ascetismo, la falsa misericordia o el odio al mundo, y hay quienes recomiendan y pretenden convencernos de asumir la vida primitiva de la selva. ¡Cuánta hipocresía, cuánta inmoralidad, cuánta falta de respeto; sobre todo hacia nosotros mismos!


Por el contrario, el exculpado y cauteloso gato, posee el instinto griego de la sensualidad, ya olvidado entre los seres racionales; no contradice ni odia, sino que se entrega con un abandono casi divino al goce de todas las comodidades posibles que parecen hechas a su medida. Probablemente por eso es el que mejor comprende la vida, porque de manera natural la asume en el antiguo sentido asiático, que es acaso el más noble, el más bello y el más refinado sentido de la existencia.

Así como el gato parece odiar al trabajo -esa dura maldición legendaria que no sólo esclaviza, sino que también entristece- adora la pereza y el ocio, dos perfectas formas de la felicidad. De sus instintos selváticos, sólo parece no haber olvidado el amor; aunque el amor, ya lo sabemos, es un impulso eterno y su práctica está incorporada a todos los conceptos de las civilizaciones.


Difiere de nosotros en otra cuestión esencial, pues los hombres vivimos en el tiempo, atados a ese devenir incesante, a esa exterminadora sucesión, mientras que el hipnótico gato, con todos sus fluidos maravillosos, es casi ilusorio y habita tanto en la actualidad como en la eternidad del instante. Dotado de toda la espiritualidad concentrada y de una sensualidad infinita, acaso el gato sea la concreción ideal del tipo humano del porvenir.

Si nos remitimos al pasado, encontramos que el pequeño y raudo felino empezó en este mundo hace más de 7000 años a. de C. y la visión que el hombre tiene de él difiere totalmente de una época a otra, yendo desde el Antiguo Egipto, cuando lo veneraban, hasta la Edad Media, cuando los quemaban en las hogueras por identificarlos ignorantemente con la brujería y el demonio.


Según la historia, los egipcios rechazaron en un principio las peticiones apremiantes de los griegos para comerciar con los gatos, a los que solían tomar como representación de sus dioses. Decidieron entonces robarlos y llevar al menos seis parejas a Grecia. Algunos meses más tarde nacieron las primeras camadas y, años después, los criadores pudieron vender gatos a los romanos, a los galos y a los celtas. La especie se extendió por todos los países mediterráneos, aunque la acogida del gato fue más bien moderada. No los adoraban como los egipcios, pero adoptaron al animalito reconociendo su don como cazador y aceptando, además, que era agradable para la convivencia, más estético, refinado, dócil y limpio que los perros y otras especies domésticas. El gato se empezó a tomar entonces como animal de compañía.



Otra leyenda, menos trágica que divertida, culpa a la reina Cleopatra por la gran reproducción de gatos que se dio en Roma. Al parecer, para irritar al emperador Julio César, su amante, alérgico a los felinos, como una forma de venganza y de burla al sentirse traicionada, no tuvo mejor idea que traerlos desde Egipto en varias jaulas, para obsequiárselos. El gran César, asqueado, los hizo soltar y se reprodujeron de inmediato como los panes y los peces bíblicos por toda la ciudad. Los espléndidos gatos se encuentran ahora recluidos, aunque soberanos de esos espacios, en las ruinas del Largo di Torre Argentina, donde se pasean triunfantes, entremezclados en todas sus razas, alimentados por el Estado italiano y deslumbrando a los compasivos turistas que comparten con ellos sus comidas. 


La relación de los escritores, poetas y pintores con el gato es, también, de antigua data y vale la pena destacar algunos casos singulares. Dante Alighieri menciona a los muy maleducados, que invadían la mesa de Giotto di Bondone, y eran corridos a manotazos durante la comida; Theóphile Gautier dedica varias páginas a “Cléopatre” y “Epoine”, los gatos que se pasean morosamente por su novela La Ménagerie Intime. Edgar Allan Poe, realza a la remolona “Catarina”, que se sentaba frecuentemente en su hombro mientras él escribía; esa gata negra le inspiró su famoso texto The Black Cat. Walter Scott tuvo un gato llamado “Hinse”, al que le gustaba irritar a los perros, hasta que uno de esos animales acabó con su vida. Francis Scott Fitzgerald crió, casi desde su nacimiento a “Chopin”, que alguna vez cometió el atrevimiento de arañar a Zelda Sayre, su extravagante mujer, provocando una tormenta en la pareja, que interpuso la alternativa, “o tu gato o yo”. H. G. Wells se acompañó por años de “Mr. Peter Wells”, al que consideraba su hermano y le dio su apellido. Un párrafo aparte merecen la presencia de los gatos de seis dedos de Ernest Hemingway, cuyos primeros ejemplares le fueran regalados por un tuerto capitán de marina, y se reprodujeron en la quinta El Vigía, su casa de Cuba, y hoy son toda una curiosidad. 


Más cercanos en el tiempo sobresalen los pintorescos “Teodoro W. Adorno”, el gato de Julio Cortázar y “Negro vení”, el de Osvaldo Soriano, que observó: “No es posible usar al gato para nada personal, ya que no hay manera de privatizarlos”. Cierto, porque si usted convive con un gato habrá notado muchas veces que “no tiene un gato” como se tiene un perro, un canario o una tortuga; sino que usted “vive en la casa del gato”. Antonio Burgos, quien le ha dedicado varios libros al tema, dice que “el gato es un animal políticamente incorrecto, pues no es condescendiente con nadie”. En una reciente novela de Baltasar Porcel, hay un personaje que convive con su gato “Giocco”, y confiesa que se siente más próximo a él que a sus nietos.


La lista de los escritores que han sentido predilección por los gatos es tan amplia que necesitaríamos demasiadas páginas para nombrarlos. Bástenos con agregar que casi todos les han dedicado textos memorables, entre los que no dudamos en señalar los famosos versos de Baudelaire (Ven bello gato, a mi amoroso pecho; / retén las uñas de tu pata, / Y deja que me hunda en tus ojos hermosos / Mezcla de ágata y metal…), o las no menos conocidas líneas de Lovecraft, Mark Twain, Lord Byron, Raymond Chandler, Sartre, Neruda, Tolkien, Bukowski y Borges; aunque los gatos están más allá de tales circunstancias, pues habitan ese universo secreto que tal vez intuyó García Lorca en su “Canción novísima de los gatos”. En dos versos de ese poema recientemente descubierto, leemos: El gato es inquietante, no es de este mundo. / tiene el enorme prestigio de haber sido ya Dios…



En fin, se nos ocurre que un escritor sin gato, que un artista sin gato, es como un ciego sin su báculo o su lazarillo. Neruda, que amaba tanto a los perros como a los gatos, escribió la “Oda al Gato”, donde observa:


El gato
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.
El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde el bigote a la cola,
desde presentimiento a rata viva…



Jorge Luis Borges, mi maestro y amigo, supo mantener una relación entrañable con su gato “Beppo”, cuyo nombre lo había tomado del admirado Lord Byron. A ese animalito, que por años convivió con él y amorosamente jugaba con los cordones de sus zapatos, lo imaginó ante el espejo, una de sus obsesiones literarias, y le dedicó un enigmático soneto:


El gato blanco y célibe se mira
en la lúcida luna del espejo
y no puede saber que esa blancura
y esos ojos de oro que no ha visto
nunca en la casa, son su propia imagen.
¿Quién le dirá que el otro que lo observa
es apenas un sueño del espejo?
Me digo que esos gatos armoniosos,
el de cristal y el de caliente sangre,
son simulacros que concede al tiempo
un arquetipo eterno. Así lo afirma,
sombra también, Plotino en las Ennéadas.
¿De qué Adán anterior al paraíso,
de qué divinidad indescifrable
somos los hombres un espejo roto?



La ceguera de Borges, según confesaba, era luminosa, una nube blanca como el blanco inmaculado pelo de su gato. Yo, con la modestia correspondiente y desde mi humildad, le dediqué a Borges tres líneas que intentan referir la relación que lo unió al tan dulce “Beppo”, ese tierno animalito que cuando le ponía la mano en el lomo para expresarle su afecto, parecía mirar con sus ojos intensos e imantados por los ojos sin luz de su sabio amigo. Dice así mi haikú:


Al gato blanco
acaricia el ciego.
Blanco en lo blanco.


Escrito por Roberto Alifano en El Imparcial