Imagino que te preguntarás qué hocicos hago escribiéndote una carta cuando te tengo aquí tumbado a los pies de mi sillón de trabajo. No tengo respuesta para eso, pero sí que puedo ofrecerte una justificación. Los humanos somos así de complejos.
Recuerdo el día en que nuestras vidas se unieron para siempre. Yo estaba dentro de una habitación de la residencia de alumnos usuarios de perros guía Leader Dogs for the Blind de Rochester Hills (en Míchigan, Estados Unidos), y tú venías caminando con tus cuatro patitas por el pasillo. Escuché el tintineo de las medallitas que colgaban de tu collar, y como fiel metáfora de la vida, estas, al igual que la juventud, las has ido perdiendo por el camino a lo largo de los nueve años que llevamos juntos. Ese día aún las llevabas todas, y además, más resplandecientes que nunca. Tu entrenador, David, abrió la puerta y me llamó.
Tomé la correa y pedí permiso para soltarte. Enseguida me robaste un par de zapatillas de estar por casa, y tras enseñárselas a tu entrenador, al intérprete y a mí, las soltaste delante de mis pies. Extraño y maravilloso Robin Hood, que le roba a uno mismo, para devolver después la mercancía al propietario, eso sí, con mucha alegría extra. Eso es lo que me has dado desde aquel día: alegría, paz y amor del bueno.
Aprovecho esta carta para darte las gracias, sobre todo por la cantidad de cosas que me has enseñado. Vivir en el presente, tener templanza y gallardía en el momento preciso, ser uno mismo, hacer caso a mis instintos y desmitificar algo que siempre se os atribuye a los perros, ese “ellos dan todo a cambio de nada”. Totalmente incierto; si no hay patita, no habrá galleta y viceversa, si no hay paseo, no habrá calma; si no hay caricias, no tendrás después ganas de jugar conmigo. Lo que sí es cierto es que tú y los tuyos solo pedís aquello que sabéis que necesitáis o aquello otro que determináis que merecéis. En caso de que no se os cumpla el deseo… suspiro profundo, a dormir un rato y en cinco minutos como nuevos. Si nosotros fuéramos no iguales pero al menos parecidos, cerrarían la mitad de fábricas de antidepresivos y ansiolíticos para humanos.
Hay algo que no he conseguido aprender de ti, ni creo que pueda lograrlo. Tú sabes en la primera centésima de segundo si una persona, gato, perro o cualquier otro ser, te conviene o no. Sin realizar una sola pregunta, sin observarlo, sin medir ningún parámetro. Simplemente llega y tú te alejas, te mantienes en la distancia o miras para otro lado haciéndole saber que para ti no existe, y si la cosa se pone mal, un gruñido y listo. Yo he llegado a tardar más de cinco años en poder hacerlo.
Te admiro, te quiero y te necesito. Con todo el egoísmo del mundo, desearía que fueras eterno, pero como ambos sabemos que no será posible, me comprometo a darte lo mejor de mí para hacerte feliz.
Escrito por Emilio Ortiz en El País