Hace 40 años se cortó en seco la mayor fuerza de la naturaleza que azotara España durante décadas. Como ahora, en forma de borrasca y de nombre Félix; la tormenta perfecta. Una mañana de puro hielo, a miles de kilómetros de Iberia, se estrelló una avioneta, forzada a perder altura y bajar velocidad para acomodarse al paso lento y obsesivo de unos perros de trineo. Como siempre, el ojo clínico de aquella última y maravillosa maniobra audiovisual lo tenía Teodoro Roa, unido por el cordón umbilical de la vocación a un joven Alberto Mariano Huéscar. Ambos, operador principal y ayudante de cámara de la irrepetible serie de televisión sobre la naturaleza El hombre y la tierra. Fue en Alaska un 14 de marzo de 1980, y el líder de ese prodigio del siglo se fue junto a sus compañeros sin más despedida que la impronta grabada a fuego con la que nos troqueló a decenas de miles de personas de por vida.
Cuando Félix Rodríguez de la Fuente murió, contaba con 52 años de edad y yo, que tenía solo 17, creía, iluso de mí, que era una edad avanzada para hacerlo. Hoy, que cuento con 55, entiendo la juventud de Félix y cómo se fue en la flor de la vida. Ese era su motor, la ilusión y la pasión como alimento del alma. La autenticidad al servicio de su obra le hizo renovarse permanentemente y celebrar la vida a cada paso, de modo y manera que no es difícil imaginar a un Félix Rodríguez de la Fuente hoy de 90 años enmendando la plana con garra y autoridad a todos los que han hecho del medio ambiente su forma de vida, en vez de para preservarlo para destruirlo con falacias y mentiras y, en ocasiones, manipulando su mensaje.
La inmortalidad radica en la verdad y el Doctor era todo él verdadero e inmortal. Especialista en acortar las distancias entre el dicho y el hecho, admirado en la forma por la mayoría y venerado en el fondo por unos pocos capaces de entender su esencial y vigente mensaje, no hablaba de animalitos, por mucho que se le conociera como el amigo de los animales. La obra de Félix es la de un humanista y, sobre todo, la de un librepensador.
Si en televisión alcanzó cotas de éxito acordes con la calidad y la calidez de sus propuestas, en la radio fue insuperable en ese sentido. Por ejemplo, en La aventura de la vida, de Radio Nacional, le escuché cuestionar a nuestra sociedad que, a través de misiones y misioneros, robaba los dioses a los pueblos indígenas, destrozando así su universo mítico. ¿Con qué derecho?, se preguntaba en voz alta, sentando una cátedra que por supuesto iba más allá de la lucha animalista.
Su obra es comprometida y contundente. Palabras afiladas, perfectamente engarzadas, utilizadas con propiedad y sin complejos. Así conquistó, además de nuestros corazones (por la forma), nuestros cerebros (por el fondo). Introdujo con maestría en nuestro cuaderno de campo vital neologismos y palabros puramente científicos aderezados con una naturalidad radiante con términos populares de la gente de a pie, como cuando definió a los alimañeros que envenenaban los campos y mataban a sus lobos como “barriobajeros”. Memorable, y mucho más sabiendo que lo hacía a finales de los sesenta en aquella España subyugada al egoísmo ruralita de los que aún hoy siguen machacando nuestra fauna por un puñado de míseros euros.
Como en el Renacimiento, o en el Siglo de Oro, Félix encajó su pensamiento en un periodo en el que el medio televisivo se engalanaba para crecer a sus anchas y a medida de su gen visionario. Vigoroso como era, depredador nato, atisbó un filón y le hincó el diente. Su vocación proselitista encontró el hábitat idóneo para crecer y multiplicarse. Una nueva televisión que él mismo tejería con sumo cuidado, creando a la par un nuevo género hasta entonces desconocido, al menos en nuestro país.
Nunca antes podría uno imaginar, más allá de las producciones cinematográficas vinculadas a la ficción, un campamento de rodaje en las entrañas de la provincia de Guadalajara con varias decenas de profesionales contratados por TVE y activo a toda máquina durante varios años. Todo filmado en 35 milímetros, es decir, lo más de lo más, y con una distribución final de la obra que alcanzó una dimensión internacional como nunca antes en España. Y todo ello, con el noble y único fin de socorrer a nuestra naturaleza, implicando en el proceso a toda una sociedad que soñaba con un mundo mejor al son de las partituras de Antón García Abril.
Nuestro Rodríguez de la Fuente consiguió involucrar a decenas de miles de seres humanos en la defensa de los animales con una visión moderna y muy atractiva de la ecología, con todos sus matices y sus complejidades, y elevando el nivel del mensaje para que, no a ras de suelo, si no en las alturas del intelecto, sus seguidores lo hicieran suyo para siempre.
Hoy ya no somos los niños de Félix. Quien escribe emocionado estas líneas de agradecimiento es uno de sus hombres.
Escrito por Luis Miguel Domínguez, director de documentales y presidente de la organización ecologista Lobo Marley.