Vitales para el ecosistema, Félix Rodríguez de la Fuente logró recuperarlos. Pero los lobos han vuelto a caer en desgracia. Su historia va tan asociada a la del hombre que padecen hasta los efectos de la crisis. Por Fernando González-Sitges
El instinto los despertó sin una causa clara. Algo o alguien los estaba acechando en algún punto de la sierra. La loba se acercó a su pareja buscando seguridad. El macho, inmóvil, leía el aire frío que llegaba del bosque, colina abajo. Ambos sabían que la amenaza solo podía provenir de su peor enemigo: el hombre.
El instinto los despertó sin una causa clara. Algo o alguien los estaba acechando en algún punto de la sierra. La loba se acercó a su pareja buscando seguridad. El macho, inmóvil, leía el aire frío que llegaba del bosque, colina abajo. Ambos sabían que la amenaza solo podía provenir de su peor enemigo: el hombre.
Los primeros ladridos llegaron del valle. Sus miedos se confirmaban. Y no eran precisamente por los perros. Hacía dos días que habían matado a cuatro de aquellos miembros degradados de su misma especie y habían aprovechado la carne de algunas de las ovejas que los perros habían matado. Ahora sabían que aquello había sido un grave error. Su olor y sus huellas entre el ganado muerto los convertían en los principales sospechosos ante su enemigo mortal. Los hombres los buscarían sin descanso. Una vez más debían huir y abandonar las tierras recién conquistadas. Huir, siempre huir. La historia de su especie se había convertido en una permanente huida del superpredador humano. Antes resultaba más fácil esconderse, alejarse de sus tierras, de sus casas, de su ganado. Pero cada día el hombre se apoderaba de más tierra. Y cada día la huida se hacía más difícil.
La del lobo y nuestra especie es una triste historia de desamor. Desde que algunas confiadas manadas se acercaron a grupos de los primeros humanos para proponerles protección y lealtad a cambio de comida asegurada -un pacto silencioso que dio lugar a los perros domésticos-, lobos y humanos se han ido separando jurándose enemistad eterna. El origen de esta inquina nació de la creencia de que los lobos, de tanto en tanto, atacaban a algún ser humano, e incluso se lo comían. Esas puntuales tragedias les otorgaron una injusta fama y los convirtieron en enemigos que había que evitar. Mientras en América los indios les otorgaban poderes sobrenaturales y los adoraban como a dioses, en Europa se empezó a fraguar la leyenda del lobo como encarnación del mal. El lobo amenazaba al hombre pero, sobre todo, ponía en peligro a su ganado, los animales domésticos que necesitaba para subsistir. Era inevitable que la idea “del lobo bueno es el lobo muerto” se extendiera y se tomara como un dogma de fe.
El resultado de este odio bien cimentado fue la desaparición de los lobos en gran parte de Europa. En España, donde habían permanecido gracias a nuestro precario desarrollo hasta principios del siglo XX, se los persiguió con tanto empeño que a principios de los años setenta la población llegó al mínimo histórico y el lobo ibérico estuvo a punto de desaparecer. Por suerte surgió entonces un defensor extraordinario de nuestro lobo, Félix Rodríguez de la Fuente, quien consiguió lo imposible. Por primera vez, la mentalidad empezó a cambiar. El asesino de ganado empezó a verse como un patrimonio natural perdido en casi toda Europa. Se crearon leyes para proteger al lobo. Y su población empezó a crecer lentamente. Así ha ido mejorando hasta que estrenamos siglo y empezó la crisis. Porque también a los lobos les ha afectado la crisis.
En la actualidad, la polémica del lobo ha vuelto a resurgir con fuerza. Las indemnizaciones al ganado se han reducido, son más difíciles de conseguir o han desaparecido por completo. Los ganaderos no pueden permitirse el lujo de perder ganado sin que alguien se lo pague y el lobo se va convirtiendo de nuevo en un enemigo al que exterminar. ¿Pero qué hay de realidad detrás de este supuesto asesino de ganado?
Los lobos son unos predadores extraordinarios. Armados de un olfato finísimo, una vista nictálope (más eficaz de noche que de día) y un oído muy desarrollado, son, de lejos, los cazadores terrestres más preparados de nuestra geografía. Son fuertes, corren largas distancias con una resistencia capaz de agotar a todas sus presas, actúan en grupo demostrando un alto grado de sociabilidad y pueden adaptarse a todos los ecosistemas, desde desiertos hasta las gélidas regiones boreales y desde la costa hasta las altas montañas. Pero siglos de persecución implacable los han hecho temer al hombre, hasta el punto de que resulta casi imposible acercarse a ellos o verlos en la distancia. Y respecto al ganado, si bien es cierto que matan y devoran a terneros y ovejas alguna vez, no son ni mucho menos los asesinos de ganado que a veces nos describen.
Los lobos prefieren las presas naturales que, además, están lejos del ser humano. Muchos de los ataques a la cabaña ganadera que se registran en nuestro país los producen los perros cimarrones, perros que han sido abandonados y que forman manadas peligrosas tanto para el ganado como para los humanos porque, a diferencia de los lobos, no temen al hombre.
En el Parque Nacional Yellowstone, el primer parque nacional del mundo, se reintrodujeron lobos en el año 1995. Hacía 70 años que los lobos habían sido aniquilados en el territorio, y los científicos querían saber qué consecuencias tendría su reintroducción. Tal y como sospechaban, el cambio que se ha producido ha mejorado la salud del parque. Los lobos controlaron el exceso de herbívoros, por lo que se consiguió recuperar la vegetación original. También mantuvieron a raya a los coyotes, que habían proliferado haciendo desaparecer varias especies de mamíferos y aves, con lo que los berrendos, castores e incluso los osos grizzly han vuelto a proliferar en el parque. El lobo, que se creía una plaga para la diversidad de la fauna, aparece ahora a los ojos de la ciencia como lo que es: un regulador imprescindible y valioso del equilibrio y la salud de nuestros bosques.
Publicado en XLSemanal