Ayer, una semana después de que la sacrificáramos, me desperté hecho un ovillo en mi lado de la cama y extendí el brazo con sumo cuidado, tanteando las sábanas en busca de lo que, en mi letargo matinal, aún no tenía por su ausencia. Mica me habría mordisqueado la mano, se habría sacudido mi tentativa de caricia con un leve cabeceo y se habría escurrido hacia el suelo, acaso dejando en el aire un maullido quejoso. La casa está estos días infestada de visiones perfectamente audibles: la sueño correteando, escarbando en la arena, triturando con sus finos colmillos ese pienso granítico que alternaba con latitas gourmet, preferiblemente de salmón o ‘pesce dell’oceano’. La recogimos en un descampado próximo a la cárcel de Quatre Camins y, como haciendo buenos sus orígenes, no dejó de arañarme un solo día, aunque a decir verdad, tampoco yo renuncié a tratarla de modo amorosamente temerario, a sabiendas de que ella desenfundaría las garras (a menudo impetuosamente, las más de las veces con desgana) para trazar un rasguño asombrosamente recto en mi antebrazo.
Le puse el nombre de Mica por error, creyendo que el mineral así llamado era tan negro como ella, cuando lo cierto es que aquél suele dar tonos pardos, grisáceos o incluso rojos. Su escaso tamaño (siempre fue una gata canija) salvó, por puro azar, el celo semántico con que la bauticé, pues ‘mica’ en catalán es ‘un fragmento pequeño de algo’. Un poco. Pese a que fue Lola quien quiso una gata como mascota, y por Lola la traje a casa, Mica le infundía demasiado temor, tanto que apenas se rozaron en los ocho años que estuvo con nosotros. Con Laura sí hubo algo parecido a una relación, lo que le costó, ay, más de un bufido.
Hubo un día en que me pregunté por qué, cuando tenía a mis hijas en casa (habitualmente viven con su madre), Mica prefería arrellanarse en el respaldo del sofá, o sobre el escritorio. Un etólogo de felinos me dio la respuesta en un artículo de El País: los gatos, como sus primos los leopardos, tienden a enfilarse en las alturas por puro instinto de supervivencia, para mejor divisar el peligro o a sus presas. Y el respaldo del sofá fue para Mica una atalaya suficientemente privilegiada, sobre todo, ya digo, cuando en casa el trajín se le hacía intolerable. A menudo, tumbado de noche en el sofá, apartaba la miraba del libro que tenía entre manos y me preguntaba si de veras me veía, si nos veía, como a presas, pues el etólogo también aseguró que sólo la diferencia de tamaño impide a los gatos domésticos abalanzarse sobre nosotros como lo haría un guepardo sobre una gacela. Una cuestión de escala.
Hace tres semanas, como quiera que Mica había dejado de comer, la llevé a la clínica para que la revisaran y Flor, la veterinaria que la trató, le detectó una infección intestinal que amenazaba peritonitis, y de la que pudo salvarla, y un tumor mamario que, tras la biopsia que siguió a su extirpación, resultó de mal pronóstico. Dos días después, en la misma visita en que me confirmaron la metástasis pulmonar, también le diagnosticaron un principio de insuficiencia renal. Lo increíble, pensé, es que siga viva. Ya no quedaba más que el sacrificio, así que el viernes 18 de mayo la introduje en el transportín y la llevé a la clínica por última vez. Mientras le administraba el primer sedante, Flor, a quien Dios bendiga, me explicó con voz queda cuál sería el protocolo y me invitó a quedarme con ella, a acompañarla hasta que el primer sueño hiciera su efecto. Así lo hice, apretándola contra mí, besándola en el hocico con cada una de sus cabezadas, hasta que, tras un dignísimo respingo, se quedó dormida. Cuando Flor regresó para aplicarle la sobredosis (eutanasiarla, dijo, sin que yo opusiera resistencia ninguna), me hizo ver que mi mano sangraba. Sin que yo lo hubiera notado, y en el alboroto de desconsuelos, Mica dejó una vereda de adioses sobre mí que el tiempo irá sepultando. Por eso escribo.
José María Albert de Paco
Publicado en The Objective