martes, 5 de julio de 2016

LO QUE APRENDÍ HACIENDO COSQUILLAS A LOS SIMIOS; POR FRANS DER WAAL

Los animales ríen, planifican y besan como los humanos. Ha llegado el momento de aceptar que son más inteligentes (y parecidos a nosotros) de lo que se creía 


Hacer cosquillas a un chimpancé joven es muy parecido a hacer cosquillas a un niño. El simio tiene los mismos puntos sensibles: en las axilas, el costado, el vientre. Abre mucho la boca, con los labios relajados y un jadeo que sigue de forma audible el mismo ritmo —ja, ja, ja— que la risa humana. La similitud es tal que resulta difícil no echarte a reír.
El simio también muestra la misma ambivalencia que el niño. Aparta los dedos que le hacen cosquillas e intenta escapar, pero enseguida vuelve a por más, y se coloca con el vientre directamente delante de ti. Entonces basta con que le señales un punto con el dedo, sin llegar a tocarlo, y vuelve a darle un ataque de risa.
¿Risa? ¡Un momento! Un verdadero científico debe rehuir cualquier asomo de antropomorfismo, de ahí que los colegas más inflexibles suelan pedirnos que cambiemos de terminología. ¿Por qué no designar la reacción del mono con una expresión más neutral, algo así como jadeo vocalizado? De esa forma evitamos confusiones entre el ser humano y el animal.


El término antropomorfismo, que significa forma humana, procede del filósofo griego Jenófanes, que protestó en el siglo V antes de Cristo contra la poesía de Homero porque describía a los dioses como si tuvieran aspecto humano. Jenófanes se burló de esa suposición, y parece que dijo que, si los caballos tuvieran manos, “dibujarían a sus dioses con forma de caballos”. Hoy en día, la palabra tiene un significado más amplio, y suele utilizarse para criticar la atribución de rasgos y experiencias de los humanos a otras especies. Los animales no practican el sexo, sino un comportamiento reproductivo. No tienen amigos, sino compañeros preferidos.
Como nuestra especie es propensa a las distinciones intelectuales, y en el ámbito cognitivo empleamos esas mismas castraciones lingüísticas, incluso con más vehemencia. Al explicar la inteligencia de los animales como producto del instinto o simple aprendizaje, hicimos que el conocimiento humano permaneciera sobre su pedestal, con la excusa de que era científico. Todo se reducía a los genes y los estímulos. Pensar otra cosa era correr peligro de hacer el ridículo, como le sucedió a Wolfgang Köhler, el psicólogo alemán que, hace un siglo, fue el primero en demostrar atisbos de entendimiento en los chimpancés. Köhler puso un plátano delante de la jaula de su mono estrella, Sultán, y le dio unos palos demasiado cortos para poder alcanzar la fruta a través de los barrotes. También colgó el plátano en alto y colocó alrededor unas cajas que no tenían la altura necesaria para llegar. Al principio, Sultán saltaba y arrojaba objetos al plátano, o llevaba a una persona de la mano hasta el sitio para utilizarlo como taburete. Al ver que no servía de nada, se quedaba sentado sin hacer nada, reflexionando, hasta dar con una posible solución. De pronto daba un salto y encajaba una vara de bambú dentro de otra para hacer un palo más largo, o amontonaba cajas para hacer una torre lo bastante alta como para alcanzar su premio. Köhler llamaba a ese momento “la experiencia, ¡ajá!”, similar al instante en el que Arquímedes corrió por las calles gritando “¡eureka!”.


Según Köhler, Sultán demostraba su inteligencia al combinar lo que sabía sobre cajas y palos para obtener una nueva secuencia de actuación que le permitiera resolver su problema. Y lo hacía todo mentalmente, sin ninguna recompensa previa. Sin embargo, la idea de que los animales pudieran exhibir unos procesos mentales más parecidos al pensamiento que al aprendizaje resultaba tan perturbadora que todavía hoy, en algunos círculos, el nombre de Köhler se escupe, más que se pronuncia. Y, por supuesto, uno de sus detractores dijo que atribuir la capacidad de razonar a los animales era “un bandazo del péndulo teórico” de nuevo “hacia el antropomorfismo”.


Todavía hoy se oye este argumento, más que para referirse a tendencias que consideramos animalísticas (todo el mundo puede hablar de agresividad, violencia y territorialidad en los animales), a propósito de cualidades que nos gustan en nosotros mismos. Las acusaciones de antropomorfismo interfieren en la ciencia cognitiva tanto como las insinuaciones de dopaje en los éxitos deportivos. Su carácter indiscriminado ha sido perjudicial para este campo científico, porque nos ha impedido desarrollar una visión verdaderamente evolutiva. En nuestra prisa por destacar que los animales no son personas, nos hemos olvidado de que las personas también son animales.
Eso no significa que todo valga. Los seres humanos tienen una afición increíble a proyectar sentimientos y experiencias en los animales, muchas veces sin ningún sentido crítico. Acudimos a hoteles playeros a bañarnos con delfines, convencidos de que a los animales debe de gustarles tanto como a nosotros. Creemos que nuestro perro se siente culpable, o que nuestra gata se avergüenza cuando no puede dar un salto. En los últimos tiempos, la gente se ha tragado que Jojo —el gorila de California que sabe firmar— está preocupado por el cambio climático, o que los chimpancés son religiosos. En cuanto oigo esas afirmaciones, contraigo mis músculos superciliares (frunzo el ceño) y pido pruebas. Sí, efectivamente los delfines tienen un gesto sonriente, pero, dado que forma parte inmutable de su rostro, esto no indica nada sobre sus sentimientos. Y los perros que se esconden bajo la mesa cuando han hecho algo malo, lo más probable es que teman lo que pueda pasar.


El antropomorfismo gratuito es claramente inútil. Sin embargo, cuando los profesionales que trabajan sobre el terreno y estudian a los monos en la selva tropical me describen la preocupación que muestran los chimpancés cada vez que uno de ellos está herido, cómo le llevan comida o caminan más despacio; o cuando me cuentan cómo los orangutanes macho adultos anuncian ruidosamente desde la cima de los árboles en qué dirección van a encaminarse a la mañana siguiente, comprendo que haya especulaciones sobre su capacidad de empatía o planificación. Con todo lo que nos han enseñado los experimentos controlados en cautividad —como los que llevo a cabo yo mismo—, esas conjeturas no son tan absurdas.
Para comprender la resistencia a las explicaciones cognitivas, debo mencionar a un tercer griego de la Antigüedad: Aristóteles. El gran filósofo colocó a todas las criaturas vivas en una scala naturae vertical, que baja desde los seres humanos (los más próximos a los dioses) hasta los moluscos, pasando por los demás mamíferos, las aves, los peces y los insectos. Hacer comparaciones entre los elementos de esta extensa escala ha sido siempre un pasatiempo popular entre los científicos, pero lo único que hemos aprendido es a juzgar a otras especies con arreglo a nuestros criterios. El objetivo constante ha sido mantener intacta la escala de Aristóteles, con los humanos en la cima.


Ahora bien, parémonos a pensar: ¿qué probabilidades hay de que la inmensa riqueza de la naturaleza quepa en una sola dimensión? ¿No es más lógico pensar que cada animal tiene su propio sistema cognitivo, adaptado a sus sentidos y su historia natural? No tiene sentido comparar nuestra capacidad de conocer con la de un animal que tiene ocho brazos independientes, cada uno con su suministro nervioso, ni con el conocimiento que permite que un animal volador capture una presa móvil gracias a los ecos de sus propios chillidos. Los cascanueces americanos (miembros de la familia de los córvidos) memorizan la situación de miles de semillas que escondieron seis meses atrás, mientras que yo no recuerdo ni dónde aparqué mi coche. A cualquiera que sepa de animales se le ocurren otras muchas comparaciones cognitivas en las que no salimos bien parados. No se trata de una escala, sino de una enorme pluralidad de sistemas cognitivos con muchos picos de especialización. Picos a los que, paradójicamente, se les da el nombre de “pozos mágicos” porque, cuanto más aprenden los científicos sobre ellos, más profundo se hace el misterio.


Volvamos ahora a la acusación de antropomorfismo que oímos cada vez que surge un nuevo descubrimiento. La crítica sólo tiene peso si se parte de la premisa del excepcionalismo humano. Dicha premisa, nacida de la religión —pero que invade grandes áreas de la ciencia— ha quedado arrinconada en la actualidad por la neurociencia y biología evolutiva. Nuestros cerebros tienen la misma estructura básica que los de otros mamíferos: las mismas partes, los mismos neurotransmisores. Hasta tal punto son similares que, para intentar curar fobias en seres humanos, se está estudiando el miedo en la amígdala cerebral de la rata. Pero todo esto no quiere decir que la planificación de un orangután sea igual que la de mis estudiantes, cuando yo anuncio un examen, aunque, en el fondo, exista una continuidad entre los dos procesos. Más aún en el caso de los rasgos emocionales.

Por eso, la ciencia actual parte muchas veces del extremo opuesto, de la hipótesis de que hay una continuidad entre los seres humanos y los animales: la carga de la prueba recae sobre quienes insisten en marcar las diferencias. Si alguien pretende hacerme creer que un mono al que se le hacen cosquillas, y casi se atraganta de risa, tiene un estado de ánimo distinto al de un niño en la misma situación, lo tiene difícil.


Para aclarar lo que quiero decir, he inventado el término antroponegación, que se refiere al rechazo a priori de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros. El antropomorfismo y la antroponegación tienen una relación inversa: cuanto más próxima está una especie a nosotros, más nos ayuda el antropomorfismo a comprender esa especie y más peligro hay de antroponegación. Y, al contrario, cuanto más alejada está una especie, más riesgo existe de que el antropomorfismo sugiera unas semejanzas dudosas, que tienen un origen independiente. Decir que las hormigas tienen reinas, soldados y esclavas no es más que una descripción abreviada antropomórfica, sin que tenga mucho que ver con la manera de crear esas funciones en las sociedades humanas.
Lo importante es que el antropomorfismo no es tan malo como se piensa. En el caso de especies como los monos —apropiadamente denominadas antropoides, es decir, similares a la especie humana—, el antropomorfismo es una opción lógica. Después de trabajar toda mi vida con chimpancés, bonobos y otros primates, creo que negar las similitudes es más problemático que aceptarlas. Decir que el beso de un chimpancé es un contacto boca a boca esconde el significado de un comportamiento que los monos exhiben en las mismas circunstancias que los humanos: por ejemplo, cuando se saludan, o para reconciliarse después de una pelea. Sería como dar a la gravedad de la Tierra un nombre distinto de la gravedad de la Luna, sólo porque pensamos que la Tierra es especial.
Esas barreras lingüísticas injustificadas rompen la unidad con la que se nos presenta la naturaleza. Los monos y los humanos no tuvieron suficiente tiempo para desarrollar comportamientos casi idénticos en circunstancias similares de manera independiente. Piénsenlo la próxima vez que lean sobre la capacidad de planificación en los monos, la empatía de los perros o la conciencia de los elefantes. En lugar de negar esos fenómenos y burlarse de ellos, debemos preguntarnos: “¿Por qué no?”.


Un mayor respeto a la inteligencia de los animales también tiene consecuencias en la ciencia del conocimiento. Durante demasiado tiempo hemos dejado que el intelecto humano flotara en un espacio evolutivo vacío. ¿Cómo pudo llegar nuestra especie a la planificación, empatía, conciencia y demás, si formamos parte de un mundo natural en el que no existen unos escalones que permitan llegar hasta ahí? ¿No es esto tan improbable como que nosotros fuéramos los únicos primates con alas? La evolución es un proceso natural de descendencia en el que se producen modificaciones, tanto de rasgos físicos como mentales. Cuanto más menospreciamos la inteligencia animal, más estamos pidiendo a la ciencia que tenga fe en los milagros al hablar de la mente humana. En lugar de insistir en nuestra superioridad en todos los aspectos, debemos estar orgullosos de nuestros vínculos.
No tiene nada de malo reconocer que somos monos; unos monos listos, quizá. Con lo que yo los adoro, no me parece que sea una comparación insultante. Tenemos los poderes mentales y la imaginación necesaria para ponernos en el lugar de otras especies. Cuanto más lo logremos, más comprenderemos que no somos la única vida inteligente sobre la Tierra.



Frans de Waal es primatólogo y profesor de psicología en Emory University. Su último libro es ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? (Tusquets), del que está adaptado este artículo.

2016, The New York Times.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en El País