jueves, 4 de agosto de 2016
EL COTO DE CAZA (FÁBULA) POR FÉLIX RODRIGUEZ DE LA FUENTE
Los orgullosos propietarios de un coto municipal se hacían muchas ilusiones en una charla de café al programar las operaciones de control que iban a transformar el paraje silvestre recién adquirido en una reserva de caza verdaderamente modelo. Se imaginaban que la amplia vega, dominada por las colinas que flanqueaban el riachuelo y en cuyas más altas rocas anidaban las águilas reales, podría cobijar muchas más perdices que las que prosperaban en aquel terreno libre. Y las laderas del gran monte podrían llegar a tener liebres, conejos y hasta algunos corzos cuando pudieran eliminar los raposos que infestaban el término municipal, donde la naturaleza no había impuesto más leyes que su propia armonía.
Cuando realizaron un recorrido por su propiedad, acompañados de un experto alimañero, los orgullosos componentes de la pequeña sociedad de cazadores respiraron a pleno pulmón en la mañana de primavera. Los cantos de los pájaros llegaban desde los álamos y los olmos, cuyas ramas se llenaban de brotes. En la tierra blanda del arroyo se marcaban claramente las huellas de los turones y de las comadrejas. Sobre una piedra blanca que reflejaba el sol en el centro de un remanso, se destacaban claramente los montoncitos de escamas que el funcionario exterminador de animales identifico como las deyecciones de la nutria. Al caer la tarde, la voz melancólica del mochuelo y el autillo llegaba desde los sotos, mientras el búho real lanzaba su llamada profunda en las cárcavas del monte. Todo el paraje respiraba en aquella tarde del mes de abril. Cada matorral, cada peña, cada herbazal y cada surco de las tierras de labor tenían su propia y equilibrada fauna. Es cierto que las perdices no eran tan numerosas o al menos tan visibles como en los vedados bien guardados. Y no puede negarse que las liebres no saltaban aquí y allá como en algunas fincas donde habían cazado los propietarios del coto. Pero pronto se arreglaría todo, porque el experto alimañero se disponía a emprender una campaña digna de todo encomio. Las bolas de cebo con estricnina, los cepos distribuidos en las querencias de los carnívoros, el búho real manejado diestramente para abatir rapaces y otras inconfesables tretas que dominaba el notable personaje cambiarían en unos años la faz de aquel abandonado paraje lleno de vida.
Ciertamente nadie hubiera reconocido el coto municipal rebosante de perdices si lo hubiera visto cinco años mas tarde. En la vega, interminables bandos de rojas y ya torpes gallináceas, porque carecían de enemigos naturales, henchían de satisfacción a quienes se gastaban el dinero para mantenerlas. Al caer la tarde ya no se escuchaban la llamada del mochuelo ni la voz del gran duque. El picado del águila real jamás volvería a adornarlos cielos puros del amanecer. Y las huellas de la marta, de la comadreja y del turón no volverían a marcar con la filigrana de su paso el barro blando de las márgenes de arroyo. Incluso el plateado azor, que anidaba en el recóndito hayedo, había sido exterminado con la añagaza del búho.
Sin embargo, las grajillas, las urracas y los cuervos proliferaban mucho más que antaño en la reserva modelo, porque los enemigos naturales que los controlaban, como los azores, halcones y gavilanes, habían sido destruidos. Y tampoco había manera de acabar con los raposos, ya que el águila real que mataba una buena parte de los jóvenes, el lince que los expulsaba de sus territorios y los lobos que los controlaban habían pasado a engrosar la lista de víctimas del experto alimañero.
En todo caso, todo el mundo estaba muy contento porque en el coto se mataron dos mil perdices en un ojeo. Solo el maestro del pueblo, que, por otra parte era un experto naturalista y disfrutaba llevando a sus niños a observar y recolectar especies, osaba explicar en la escuela que un tesoro irremplazable, una joya única en Europa formada por una fauna diversa y equilibrada en la que podían clasificarse especies tan raras ya en el mundo como el lince, el águila real, el quebrantahuesos y numerosos mustélidos, había sido bárbaramente destrozada para dar paso a una especie de gigantesco gallinero en el que prosperaban algunos miles de perdices que hoy pueden fabricarse como paraguas en una granja con incubadoras. Y naturalmente las ratas, ratones y topillos, libres de la persecución de las comadrejas, turones, gatos monteses y rapaces nocturnas, proliferaron de tal manera que causaban grandes daños en la agricultura.
Y lo malo es que el crimen de lesa naturaleza no solo se había cometido en un término municipal aislado, sino en amplios sectores de una nación eminentemente agrícola.