Se irán, lo harán. Se irán y nosotros lo veremos. Y así debe ser. Lo sabemos aunque no queramos saberlo, aunque no queramos pensarlo.
Se irán y nosotros lo veremos porque tienen unas vidas mucho más
intensas y cortas que las nuestras, unas vidas en las que no
desperdician ni un segundo en aquello que no merece la pena, en las que
lo realmente valioso reina, unas vidas que siempre tienen sentido.
Algunos se irán antes de lo que teníamos previsto, aún jóvenes.
Otros, más afortunados, se irán ya ancianos. Los habrá que necesiten de
nuestra ayuda para irse dignamente, nuestro último regalo.
Se irán y se llevarán sus lametones, sus recibimientos entusiastas al abrir la puerta, sus siestas a nuestro lado, sus estallidos de pura alegría tras la pelota, al encontrar algún colega peludo o al descubrir el mar o la nieve.
Se irán, pero nos dejarán una vida entera de recuerdos. Nos dejarán
muchos aprendizajes si somos capaces de interiorizarlos, no hay mejores
maestros de la felicidad. Olvidad los manuales de autoayuda y
observadles. Nos dejarán la devoción que nos tuvieron.
Antes o después pagaremos el peaje de verlos partir. Algo que para ellos es natural y no entraña frustraciones ni sufrimiento por lo que ya no vivirán.
Mientras estén aquí hay que ser conscientes de ello. Mientras estén aquí hay que disfrutar de ellos tanto como podamos.
Y os lo digo a vosotros, me lo digo a mí misma. Ellos ya lo saben, ellos no necesitan que nadie se lo recuerde.
Mientras pisemos el mundo hay que avanzar riendo, jugando, corriendo y gozando del calor del sol, de las palabras amigas, de las caricias, las flores y la música.
Mientras pisemos el mundo hay que avanzar riendo, jugando, corriendo y gozando del calor del sol, de las palabras amigas, de las caricias, las flores y la música.