“El lobo es un símbolo de la ruta que debe seguir un país sensible con su patrimonio natural”.
Luis Miguel Domínguez, presidente de Lobo Marley
Luis Miguel Domínguez, presidente de Lobo Marley
En algún lugar de la Meseta. Aúlla un lobo y la noche se vuelve más
negra. El macho alfa, solemne, convoca a los suyos. Y a su llamada estos
responden alegres y juguetones. Cuatro o cinco jóvenes, los cachorros
de la pasada primavera, y quizá alguna loba adulta ladran, gimen y
gruñen en su aulladero. Seguramente llega la comida.
Pero los lobatos ya son grandes, casi tanto como los adultos, aunque
por la voz no lo parezca. En unos días serán capaces de seguir a los
cazadores en sus correrías nocturnas. Sin llegar a dispersarse la manada
ya no se reunirá cada tarde en un punto de encuentro. En el aulladero
se hará el silencio.
Nadie escucha igual estos aullidos. Los ganaderos perciben al lobo
como una amenaza; muchos cazadores querrían silenciarlo con un disparo;
los zoólogos de campo hacen cuentas para saber cuántos hay; alcaldes y
consejeros de medio ambiente buscan el equilibrio –no precisamente
ecológico- entre el número de lobos vivos y con cuántos muertos se
conformarían unos y otros. Esta campaña van a morir, legalmente
abatidos, ciento noventa lobos, aproximadamente el diez por ciento de la
población ibérica; de los que caigan en los puntos de mira de los
furtivos no tenemos ni idea.
Subvenciones a la ganadería de las que nadie tiene que responder,
indemnizaciones por ataques que no se cobran, o se pagan tarde y mal.
Ganaderos a la desesperada, consumidores despreocupados que preferimos
pagar carne barata, venga de donde venga, en lugar de consumir productos
de zonas loberas. La responsabilidad repartida. Y los últimos lobos del
sur de Europa aullando, marcando el camino a seguir para la convivencia
entre la civilización y la naturaleza salvaje.
Escrito por Carlos de Hita en El Mundo