lunes, 11 de septiembre de 2017

LA PESADILLA DE LAS MASCOTAS


Traigo al blog este artículo, que aunque escrito en clave de humor nos muestra todo lo que no se debe de hacer cuando pensamos en adquirir una mascota. Traer un animal a casa debe de ser un acto responsable consensuado por toda la familia, y no un capricho de los hijos, que con el tiempo se desapegan del animalito bonito y gracioso que se ha convertido en un adulto molesto. Aprendamos de esto.


Nos guste o no, todas las madres tenemos que convivir en determinados momentos con alguna mascota. La cosa puede quedarse en una simple pecera o que se te vaya un poco de las manos como a una de mis mejores amigas, que habita junto a una tortuga de tierra, unos agapornis, varios insectos palo, numerosos peces, renacuajos, mantis religiosas y hasta una salamandra.
Aún a riesgo de que caiga sobre mí todo el peso del Partido Animalista, Ecologistas en Acción, Equo o Greenpeace, debo confesadles una cosa: detesto a los animales domésticos. 

Durante años, he sufrido un asedio numantino por parte de mis dos hijos para que comprase un perro o un conejo y me he resistido como una leona, pero a cambio he tenido que hacer algunas concesiones en forma de tortugas galápagos. Las adquirí para un aniversario con la idea de que no iban a durar más de seis meses, pero pasaban los años y allí seguían con nosotros. 
Manolita (la otra murió) engordaba y engordaba y despedía un olor cada vez más pestilente. Por supuesto, los niños no la hacían ni caso y era yo quien me tenía que ocupar de limpiar el agua todas la noches y endosársela a los sufridos abuelos cada vez que nos íbamos de vacaciones. 

Sin embargo, Manolita se convirtió en una santa cuando aparecieron en nuestras vidas Roger y Benjamin. Durante un viaje a los Pirineos conocimos a un joven que tenía una granja de pollos y, embargada por la nostalgia, le dije que si nos podía regalar dos de ellos.
En nuestra época, todo el mundo atesoraba un pollito. Los vendían en cualquier tienda o en el Rastro y hasta los teñían de colores. Tuve varios pero nunca me duraron mucho. Enseguida desaparecían, se caían por el balcón o sufrían cualquier accidente doméstico (visto lo visto, empiezo a sospechar de mi madre).

Ampliar territorio

Roger era grande, negro y feo como un diablo mientras que Benjamin era todo lo contrario: pequeñito y rubio. Enseguida nos encariñamos con ellos. Cuando llegamos a casa, los recibimos por todo lo alto y les construimos unas cajas de cartón decoradas con tremendo esmero. Los instalamos en la terraza, donde les dábamos la comida y los limpiábamos. Vivían a cuerpo de rey.
Pronto, el balcón se les quedó pequeño y quisieron ampliar territorio. Empezaron a frecuentar la habitación de mi hijo, que les acogía encantado. Tampoco les pareció suficiente y se arrancaron a conquistar nuevos reinos: el dormitorio principal, el salón, el baño... A los 15 días, Roger y Benjamin, cual Daenerys Targaryen emplumados a la conquista de Poniente, ya se habían hecho los amos de la casa. Campaban, y cagaban, a sus anchas. 

Porque hay que decirlo todo: los pollitos eran una monada, pero evacuaban cada 5 minutos. Aquello era un no parar. Nunca he visto a mi hijo fregar con tanto cuidado la terraza, aunque al poco tiempo estuviese todo perdido otra vez.
La casa empezaba a parecer una pocilga y tuve que tomar cartas en el asunto: los pollitos volverían a la terraza. Se acercaba el invierno ('winter is coming') y aquello se convertía en un problema. No sabíamos qué hacer con ellos. Llamé a varias asociaciones pero todas los rechazaron. Al final, localicé a un amigo de una vecina que tenía una granja y se los pudo llevar.
Lo mismo me sucedió con Manolita. Los galápagos son muy invasores y están acabando con las especies autóctonas. Los de Grefa (Centro de Recuperación de Animales Silvestres) me echaron una merecida bronca por haber comprado la tortuguita de marras y luego no saber qué hacer con ella. 

Espero que sepan perdonarme, pero Manolita acabó en el estanque de la estación de Atocha convertida en una estrella. Allí, turistas y viajeros contemplan embelesados a todas las tortugas que descansan panza arriba. Cada vez que cogemos el AVE, las miramos a todas con la esperanza de reconocerla y poder saludarla. Y aprendí la lección: ¡a Dios pongo por testigo que 'nunca mais' volveré a hacerme cargo de una mascota!



Publicado en El Mundo