Los dueños de perros claman ahora por que se deje entrar a éstos en casi todas partes: en bares, restaurantes, tiendas, galerías de arte, museos, librerías, y aun se les creen sus propios parques … Una apasionada declara: “No apoyo sitios en los que no me dejen entrar con mi familia” (sic). “Vaya con o sin mis perros”. (Supongo que regiría igual para quien decidiera adoptar jabalíes, serpientes o cachorros de tigre.) Ella y otros entusiastas celebran que ahora La Casa Encendida abra sus puertas a los perros, y no sé si también la Calcografía Nacional (donde se ha hecho una exposición de la Tauromaquia de Goya tan manipulada y falseada que se convirtió al pintor en un “animalista avant la lettre” (!). En lo que a mí respecta, ya sé qué sitios no voy a volver a pisar, por si las moscas. Nada tengo contra los perros, que a menudo son simpáticos y además no son responsables de sus dueños. Pero no me apetece estar en un restaurante rodeado de ellos. No todos están educados, no todos están limpios ni libres de enfermedades, no todos se abstienen de hacer sus necesidades donde les urjan, muchos ladran en cualquier momento por cualquier motivo.
Con frecuencia sus amos no se conforman con uno, sino que llevan tres o cuatro, cada uno con su larga correa que ocupa la calle entera e impide transitar a los peatones. Un perro es, además, un lujo. Su mantenimiento es carísimo y una esclavitud, desde la comida especial hasta las expulgaciones, las continuas visitas al veterinario, los lavados y peinados y “esquilados” a cargo de expertos, incluso el tratamiento “psiquiátrico” que necesitan muchos porque se “estresan”, se asustan al oír el timbre, se desquician en pisos de escasos metros y en ciudades no preparadas para su sobreabundancia. De las cacas que van sembrando no hablemos; por mucho que se obligue a sus amos a recogerlas en una operación de relativa asquerosidad, siempre los habrá que se negarán a la humillación. Nada tengo contra los perros, ya digo, pero hay mucha gente que sí, que les tiene miedo y no los soporta. Y se los intenta imponer a esa gente en todas partes, hasta mientras come.
Entre ella estaba Robert Louis Stevenson, que escribió en 1879: “Me vi muy alterado por los ladridos de un perro, animal que temo más que a cualquier lobo. Un perro es notablemente más bravo, y además está respaldado por el sentido del deber. Si uno mata a un lobo, recibe ánimos y parabienes; pero si mata a un perro, los sagrados derechos de la propiedad y el afecto elevan un clamor y piden reparación … El agudo y cruel ladrido de un perro es en sí mismo un intenso tormento … En este atractivo animal hay algo del clérigo o del jurista … Cuando viajo a pie, o duermo al raso, los detesto tanto como los temo”. Todo esto se olvida, en efecto: según su tamaño y su raza, el que va con perro porta un arma. Si está prohibido ir por ahí con una pistola o un cuchillo de ciertas dimensiones, no se entiende tanta permisividad con una bestia que obedecerá a su amo y que éste puede lanzar contra quien le plazca. Una vez un vecino misantrópico me insultó gravemente, sin motivo, en el portal. Mi reacción normal habría sido encararme con él. Pero el hombre sujetaba a un perro de aspecto fanático, que a su orden habría defendido a su dueño aunque éste no llevara razón. Como es natural, porque a los canes no les corresponde averiguar tales matices, sino someterse ciegamente a quien los alimenta y cuida. Si eso no es un peligro en potencia … En Madrid hay los perros que dije, así que no quiero imaginarme cuántos enemigos me he creado en España con estas líneas. Ninguno tendrá cuatro patas, eso es seguro.
Escritor y traductor nacido en 1951 en Madrid. Se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es articulista habitual en varios medios de comunicación y desde 2008 ocupa la silla R de la Real Academia Española. Es autor de novelas como ‘Así empieza lo malo’ o ‘Los enamoramientos’.