Tengo una perra un poco friki. La recogí de una estupenda asociación animalista, ANAA, hace tres o cuatro meses. Tiene unos dos años, pesa veinticinco kilos y es blanca y negra como una ternera. Buenísima y muda: jamás ha dicho ni palabra, o sea, ni guau. Se ve que, si ladraba, la zurraban. No sé qué pasado lleva mi pobre Carlota a sus espaldas, pero, a juzgar por su comportamiento, ha debido de ser espeluznante. Al principio ni siquiera permitía que te acercaras a ella. Enseguida agachaba las orejas y se escondía en el rincón más remoto de la casa.
Con los días, claro, las cosas han ido a mucho mejor. Ahora no sólo se deja acariciar, sino que, además, cuando llegas a casa suele asomar tímidamente la cabeza como pidiendo que la sobes un poco. Ya no se pasa la vida dando respingos ni se levanta de un asustado brinco cuando pasas junto a ella por casualidad. Duerme en su colchoneta perruna (antes no se atrevía a utilizarla) y en más de una ocasión hasta me ha lamido una mano. Cosa que, como saben bien los amantes de perros, viene a ser como darte un beso. Húmedo y rasposo y un poco asquerosito, pero beso al fin en toda su significación afectuosa.
De modo que, como digo, ha mejorado bastante. Pero resulta que, cuando nos las prometemos más felices, cuando estamos tan tranquilas y tan amigas, de repente Carlota se frikea y vuelve a las andadas asustadizas. Por ejemplo: regresamos de la salida nocturna y reparto golosinas, un ritual que los perros, tan amantes de lo rutinario, nunca perdonan. Y así, le doy una galleta a mi vieja Bruna, una teckel redonda como una albóndiga peluda, que la devora con un raudo golpe de quijada; y luego me dispongo a darle la suya a Carlota, como cada noche, cuando de pronto, sin razón aparente, la pobre arría las orejas, mete la cola entre las piernas y sale pitando aterrorizada, como si en vez de estarle regalando su biscote de siempre le hubiera ofrecido polonio 210. Y ya hemos fastidiado por un montón de días el momento galleta: ahora Carlota tendrá su pequeño ataque de pánico cada vez que intente acercarme a ella con una golosina en la mano. Hasta volver a ganar la suficiente confianza como para coger la comida de mis dedos pueden pasar semanas.
Me pregunto qué cables se le cruzarán en esa pequeña cabeza maltratada cuando reacciona así. Sin duda el daño sufrido en el pasado, y el dolor, siguen teniéndola presa de algún modo y haciéndole confundir las situaciones. El miedo es una herramienta muy útil, un arma, una defensa para los seres vivos; nos permite percibir los peligros y ponerles remedio antes de que sea demasiado tarde. Pero a veces ese miedo se termina convirtiendo en una trampa, en un peligro mayor que lo temido. En realidad los humanos actuamos a menudo igual que mi Carlota: llevamos nuestra biografía a las espaldas como quien acarrea una inmensa piedra, y en ocasiones el peso aplastante de esa roca nos impide levantar la cabeza y contemplar la realidad. Vamos mirando nuestros pies, es decir, rumiando las heridas del pasado, y padecemos una fatal tendencia a cobrarle al presente nuestras deudas añejas.
Quiero decir que los nuevos amigos, los nuevos vecinos, los nuevos compañeros de trabajo, suelen tener que apechugar con el fantasma de lo que otros hicieron. Por ejemplo, a veces le atizamos a alguien una bronca excesiva que no es más que el reflejo de un antiguo berrinche al que no supimos dar salida en su momento. No somos individuos vírgenes en nuestras relaciones con los demás, y estos malentendidos son especialmente agudos con los amantes. Cuántas veces reaccionamos con nuestras parejas (y ellas con nosotros) con desmedida suspicacia o intransigencia. Con un fastidio que en realidad no tiene que ver con él o con ella, sino con el pasado. Cada pareja convive con los ectoplasmas de los antiguos novios, más las viejas cicatrices no curadas y los remotos miedos.
No es de extrañar que la convivencia sea tan difícil, con semejante barullo. Miro ahora hacia atrás y me veo actuando demasiadas veces como Carlota, plegando las orejas y reculando cuando en realidad no había necesidad. Los perros enseñan mucho.
Escrito por Rosa Montero en El País