En el tránsito entre los siglos XX y XXI estamos asistiendo a una segunda revolución en la relación del hombre con los animales. La primera había ocurrido en el siglo XIII, cuando Francisco de Asís rechazó la tradición tomista, dejó de considerar la fraternidad como un sentimiento únicamente aplicable a los humanos y extendió su bondadoso panteísmo a todas las criaturas, incluso a aquellas dañinas o sobre las que caía la mala imagen medieval: hermano lobo, hermana serpiente, o a las que se encuentran en el escalón más bajo de la escala biológica. Pero si ese primer paso tenía detrás una concepción religiosa, puesto que todos los seres vivos eran criaturas de Dios, el actual respeto hacia los animales tiene una consideración exclusivamente laica.
Aunque con un siglo de retraso y muchos residuos que limpiar, también España ha cambiado su actitud respecto a los animales. Pero este cambio se encrespa y genera cada día virulentas discusiones cuando se refiere a los espectáculos taurinos, cuyos defensores apelan a una tradición de siglos para justificar su existencia, ocultando la existencia simultánea de una tradición contraria que aquí y allá levantaba la voz contra estas fiestas.
A finales del siglo XVIII, el gobierno le encargó a Gaspar Melchor de Jovellanos un estudio sobre el estado de las diversiones en el reino. Fruto de ese trabajo es el informe sobre Toros, verbenas y otras fiestas populares, donde ya cuestiona que la lidia sea considerada “diversión nacional”, porque, concluye, no estaba tan extendida como se pretendía. Jovellanos apoya su prohibición e informa, además, de que ya Isabel la Católica había decidido desterrarla de su reino, horrorizada ante la crueldad de la costumbre. Y aunque la reina no se atrevió a prohibirla, se propuso con toda determinación de nunca más verlos en mi vida, ni ser en que se corrían.
De hecho, cuando el ilustrado asturiano redacta su memoria, en 1790, ya se habían dictado anteriores disposiciones prohibitivas parciales en 1704, 1754, 1757 y 1778, antes de su refrendo definitivo por la Pragmática Sanción de 1785, que prohibía “las fiestas de toros de muerte en todos los pueblos del Reyno, a excepción de los en que hubiere concesión perpetua o temporal con destino público de sus productos útil o piadoso”.
Poco después aparece el brillante opúsculo Pan y toros, de León del Arroyal, que ofrece una visión desoladora de la España de 1812, una España “vieja y regañona” con más generales que soldados y más barcos que marineros, “más sacerdotes que seglares, y más aras que cocinas”. Pero donde su pluma se afila llena de rabia e ironía es en la crítica a las corridas de toros, a las que considera el epítome de tal situación: “si Roma vivía contenta con pan y armas, Madrid vive contento con pan y toros”.
Y unas décadas más tarde, en 1849, Fernán Caballero, seudónimo de Cecilia Böhl de Faber, castiza defensora del costumbrismo español y andaluz y en absoluto sospechosa de ningún jacobinismo, describe en La Gaviota una corrida de toros y afirma: “El heroico desprendimiento con que los toreros se auxilian y defienden unos a otros es lo único verdaderamente bello y noble en estas fiestas crueles, inhumanas, inmorales, que son un anacronismo en el siglo que se precia de ilustrado”. La autora añade una indignada nota final para denunciar “la inaudita crueldad” a la que se sometía a los caballos, que salían a la arena sin la protección de las gualdrapas y morían brutalmente empitonados.
Y en la actualidad se eleva una sinfonía de voces que exigen la prohibición de las fiestas taurinas, desde el discurso vehemente y radical de Fernando Vallejo a la estética templanza de Manuel Vicent, pasando por la más ecléctica de Coetzee, que en Elizabeth Costello reconoce en la lidia un ritual donde se respeta al toro, se le honra por su fuerza y bravura y se le mira a los ojos antes de matarlo.
Al recrudecerse la polémica con motivo del toro de Tordesillas, el desdichado Rompesuelas, –que no pudo hacer honor a su nombre y correr lo suficientemente rápido para escapar con vida en su lucha solitaria contra varios millares de caballistas armados con lanzas-, resulta inevitable recordar a Jovellanos, que no tenía alma de censor y que abogaba por la libertad de festejos cuando afirmaba que el pueblo “No ha menester que el Gobierno le divierta, pero sí que le deje divertirse”. Su reflexión pone el dedo en la llaga al buscar la frontera entre ambas tendencias: ¿cuándo deben los gobiernos intervenir en legislar las diversiones, respetando por igual a quienes piensan de modo diferente?
En mi opinión, debe hacerlo al menos en casos como el Toro de la Vega. Aunque el maltrato animal no tiene justificación porque vaya unido a una manifestación cultural, las corridas son consideradas por mucha gente un arte donde hay crueldad, pero el alanceamiento del Toro de la Vega es solo una crueldad donde no hay ningún arte.
Escrito por Eugenio Fuentes en El País
Eugenio Fuentes es escritor. Su última novela es Mistralia (Tusquets Editores).