Llevaba ya media hora en la terraza, escuchando a un triste amigo a quien hace dos años abandonó su mujer, cuando llegó la muchacha y ató la correa de su perro al poste de teléfonos. Él era un labrador color arena, ella una morena espigada, de ojos tristes y misteriosos. 'Entro un momento a tomar un café, y vuelvo enseguida, mi amor', le dijo. El perro la escuchó con resignación (no debía de ser la primera vez) y emitió gemidos ahogados, pero allí se quedó, mineralizado, con las orejas tiesas y los ojos clavados en la puerta de la cafetería.
Mi amigo comentó que había conocido a una chica afectuosa e inteligente, y ahora salían de vez en cuando, lo que le aliviaba un poco. Algunos padres con niño se acercaban hasta el perro para acariciarle, pero el animal se agitaba nervioso y daba cabezadas porque le impedían seguir vigilando la puerta que había devorado a su dueña. Mi amigo creía que, poco a poco, sería capaz de amar de nuevo, recuperar la esperanza, confiar en alguien. Un caballero que paseaba a su perra cayó en nuestro territorio. El labrador se estremeció, chilló suavemente, alzó los cuartos traseros para que la perra le husmeara, pero no se distrajo ni un instante de la puerta por donde se había ido su dueña. La perra, aburrida, se alejó calle abajo con un trotecillo borriquero.
Dijo mi amigo que en la actualidad es difícil mantener relaciones estables, respetuosas con la libertad de cada cual, pero también intensas y apasionadas, todo es tan pasajero, tan trivial... En ese momento se abrió la puerta de la cafetería y salió la muchacha. El animal comenzó a girar sobre sí mismo, enloquecido, y por poco se ahoga con su propia correa. 'Despacio, despacio, cariño, espera un poco, cálmate, sí, sí', le decía su dueña, agachada en cuclillas, mientras le liberaba, le rascaba la cabeza, le daba palmaditas en el lomo, lo abrazaba contra sus senos. '¿Estás contento, mi amor?', le preguntó. Sí, estaba muy, pero que muy contento.
Las cabriolas, los saltos, los ladridos del perro disgustaron a mi amigo. 'Bueno, vámonos', dijo. 'No puedo comprender que encierren a esos animales en un piso. Es inhumano, ¿no crees?', añadió. '¡Y yo qué sé!', respondí.
Escrito por Félix De Azúa en EL PAÍS