Es la gata que se sube, trepa por sus caderas, muy dueña de sí, muy dueña de su espalda. Es la gata la que se le posa en la nuca, la huele, la sabe suya como no será nunca de nadie. Y pestañea, una, dos, entreabre los ojos, como si fueran rendijas hacia una habitación donde la luz del sol no es bienvenida. La gata parpadea, no lo piensa mucho, lanza el zarpazo. Huye con porte por donde vino. Baja de la cama, atraviesa la habitación y se esconde entre la ropa sucia. Pero ella no despierta.
Ella no quiere despertar. ¿Para qué? Si la tarde es calurosa y no hay nada mejor que hacer. Si el pijama se le pega con el sudor, y los vecinos están platicando sobre el trabajo, sobre los niños jugando en el patio, esperando a que algo pase, como buitres alrededor del animal moribundo. Que si son gays los dos hombrecillos que viven juntos, que si es muy puta la hija del que vive en el departamento de junto a la entrada. Que si la doña de la tienda le vende cerveza a chamacos de secundaria. Nada de eso es para ella. Nada es algo que le pase por la mente cuando sueña en otros universos en los que las personas no condenan con la mirada ni son groseras a lo loco, nada más porque pueden. Sueña postpunk, al ritmo de Soviet Soviet, aunque ella nunca los ha escuchado. Sueña Mode Modern tocando Baby Bunny, pero en un lenguaje que no es el de la música ni de la pintura, ni de nada parecido. Sueña en arte porque, al final, eso es lo que son los sueños que se viven como si fueran realidades.
Y la gata la observa. La gata acecha esos sueños porque se roban el tiempo que pasa con ella. Malditas horas en que se acuesta y cierra los ojos, piensa, no ve que estoy aquí para que me abrace, para que me quiera. La gata cree que cada sueño soñado es un sueño cumplido, por eso los detesta, no sabe si está o no en los sueños de su humana. Se queda entre la ropa, lengüeteándose, mimada por el olor del suavizante. Bosteza porque se aburre de esperar y darse cuenta de que su plan para despertarla no funcionó.
Ella se talla la nariz, hace un gesto de acomodo buscando la mejor postura para seguir durmiendo, con la ventana abierta para que el calor no se estanque en la habitación. Solo eso. Se envuelve en una sabana, sus manos acurrucadas contra sus pechos, como palomas que buscan refugio de la lluvia que se suelta de cuando en cuando, inesperada. Su boca se mueve un poco, se ladea constantemente, como describiendo lo que ve, su boca es una narración constante de su inconsciente. Se voltea, se acomoda, se repite pero no abre los ojos más allá de para darse cuenta de que aún está en casa.
Si nada es lo que parece y todo depende del cristal con que se mira, ella lo quiere ver todo con el cristal onírico. Incluso a la gata que ya tiene un nuevo plan. No está entre la ropa, desapáreció de pronto, se materializó instantanea en la cabecera, de lado, como el Chat Noir pegado en una de las libretas que aún guarda de los días de secundaria. Deja colgar su cola sobre la cara, deja que el pelo se le meta en la boca, para hacerla toser y que por fin se levante la floja, que empiece el día a limpiar la caja de arena que ya está muy usada. Pero no, ella ya se acostumbró a vivir rodeada de ese pelaje escurridizo entre la garganta. No hay reacción y la gata frunce el ceño.
Se la pasa pensando en otras formas pero ninguna le parece buena. La gata la ve, la contempla como nadie la contempla nunca. Se queda con una idea que la obliga a echarse entre el vientre y las piernas de su humana. Su humana, no la humana de nadie más, está ahí, con ella, durmiendo, y esa es otra forma en la que pueden estar juntas. Se regodea. Ambas se regodean cuando ella se da cuenta de que tiene compañía. La compañía mejor que ha tenido en una cama. Y la gata lo sabe.