Estas tumbas no solo son pruebas de los orígenes de la primera domesticación, la de los perros, sino de la milenaria conexión especial entre la humanidad y su “mejor amigo”. Una amistad que va más allá de una simple forma de hablar y que algunos especialistas se atreven a llamar amor. En 2015, unos científicos japoneses mostraron que cuanto más miraban las personas miran a los ojos de sus perros, más aumentaba en ambos la producción de oxitocina en sus cerebros. Esta hormona, ingrediente químico fundamental del cariño, se dispara entre madre e hijo, compañeros de armas y parejas sexuales.
Ahora, ese mismo equipo de científicos, coordinados por Miho Nagasawa, de la Universidad Azabu (Japón), ha dado un paso más en su búsqueda de la conexión biológica entre sapiens y perros. En un experimento doble que publican en Scientific Reports, Nagasawa y su equipo observaron que las razas de perros japonesas denominadas antiguas —más próximas a los primitivos perros-lobo— tenían una menor capacidad de atender a las indicaciones de los humanos. Al buscar en la genética de los más de 600 perros involucrados en el estudio, encontraron una particularidad en algunos de ellos relacionada con la producción de cortisol, una hormona del estrés.
Nagasawa asegura por email que sus resultados respaldan la hipótesis de que algunos lobos de aquellos primeros asentamientos contaban con mutaciones genéticas que les hacían sufrir menos estrés en contacto con los humanos. Y así pudo empezar el roce cotidiano que acabó en cariño. “Aunque todavía no está claro si el cortisol, un marcador de estrés, es realmente más bajo en los perros que en los lobos, puede dar pistas sobre cómo se adquirió la tolerancia canina y la capacidad de adaptarse fácilmente a la sociedad humana”, explica el investigador.
Esta predisposición genética de algunos lobos con poco miedo les permitió acercarse a los humanos y, como consecuencia, adquirieron las aptitudes que los unen hoy a los humanos. “Los perros de hoy son menos agresivos y temerosos que los lobos, y tienen la capacidad de comprender los gestos humanos. Como siguiente paso, se cree que los humanos y los perros se han vuelto más estrechamente conectados a través del uso de esta habilidad por parte de los humanos”, desarrolla Nagasawa.
Eso no implica que hubiera un único interruptor genético, ya sea este del estrés u otro, que provocara el salto evolutivo. “No creo que eso sea posible”, asegura el investigador. “La domesticación es un fenómeno complejo que es el resultado de una combinación de varios factores”. Por ejemplo, se supone que la forma en que se utilizaron los perros como animales de trabajo, el clima, la cultura y otros factores desempeñaron un papel importante en esta selección. Sin embargo, Nagasawa sí apuesta por estas mutaciones genéticas sensibles al estrés como posible punto de partida de la domesticación: “En ese sentido, creemos que nuestros resultados son importantes para comprender la domesticación canina”.
Otros investigadores no ven este trabajo tan robusto, aunque pueda encajar en una explicación verosímil. Por ejemplo, la investigadora Kathleen Morrill, de la Universidad de Massachusetts (EE UU), considera que las razas antiguas japonesas no son un ideal de perro primigenio como para suponer que son más lobos que otros perros. Morrill, que acaba de publicar en Science un macroestudio sobre el comportamiento y la genética de las razas caninas, opina que los resultados del estudio son limitados al examinar solo un puñado de genes para buscar esta correlación y no el genoma entero: “Siempre existe la posibilidad de que los candidatos no sean los genes más relevantes para los rasgos en cuestión”.
Muchos factores, muchas domesticaciones
El investigador del CSIC Carles Vilà opina que sería muy razonable que estos genes estén involucrados en la domesticación, al facilitar la convivencia por esa reducción del estrés, pero asegura que este estudio “no es concluyente” todavía. “Es probable que hubiera algunos lobos que genéticamente estaban predispuestos a no ser tan asustadizos, que se acercaron a los asentamientos humanos. Y seguro que estas hormonas tienen relación, pero falta trabajo”.
Vilà, que ha estudiado la genética de aquellos perros primitivos, no cree que se pueda hablar de un único interruptor genético que facilitara la domesticación. Según explica, no es tan simple como los guisantes de Mendel, que activaban el color verde o la textura rugosa: “Estamos demasiado acostumbrados a pensar en el gen que hace tal cosa o tal otra, pero por lo general son caracteres más complejos”.
El investigador del CSIC pone como ejemplo otra adaptación genética de los primeros perros: la capacidad para asimilar el almidón en sus aparatos digestivos, ya que comían con los humanos o de sus sobras. Otro ejemplo: si nacían cachorros en el poblado, solo podrían quedarse los que mostraran una mayor docilidad al llegar a adultos. Uno más: un estudio que observó que unos pocos lobeznos responden espontáneamente cuando una persona les lanza una pelota; el don para entender las intenciones de los humanos está ahí, pero únicamente en algunos lobos. “No creo que haya una única llave, es un proceso que se dio de forma independiente varias veces, de distintas maneras, con mucha mezcla”, resume Vilà.
En todo caso, todos esos caracteres implicarían que algunos lobos de la Edad de Piedra tenían una inclinación natural por hacerse amigos de esos simios bípedos que se extendían por el mundo. Como sostienen muchos especialistas, el perro no fue domesticado, sino que algunos lobos se autodomesticaron para convertirse en perros. “Sí, es muy posible”, afirma Nagasawa, “autodomesticarse puede haber hecho que los perros fueran más aceptables para los humanos”.