Erase
una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado
el piso, y ya no tenían para pagar una pensión. Exactamente igual que
en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados
como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un
portal en condiciones. Había un abeto iluminado al final del bulevar,
donde El Corte Inglés y sus luces se confundían con los semáforos, con
el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia,
demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda,
con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de
policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el
destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche.
Lo
mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque,
como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de
cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre
la barriga, llevando en una mano la Adidas llena de ropa para el que
venía en camino, y en la otra una maleta de esas que, a fuerza de haber
ido a tantos sitios, ya no tenía aspecto de ir a ninguna parte.
-Me
cago en todo -dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y
desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y
porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y
buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se
equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.
De vez
en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre
aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una
mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío,
la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los bultos atados con
cuerdas, uno en cada mano. Después un yonqui flaco y tembloroso les
pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la
acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de
la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes
les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de
alejarse calle abajo.
-Me duele otra vez -dijo ella.
Como
era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un
portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo y un mendigo,
hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un
rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra
vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la
cara, y sólo vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del
portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de
veinte duros.
-Busca a alguien que nos ayude -le dijo-. Porque ésta quiere parir.
Entonces
ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle
un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en
torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal
vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde,
ámbar y verde. Y al mendigo que se levantaba debajo de la manta donde
había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo
entre los brazos, y se acercaba a mirarlos con curiosidad, mientras el
perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él,
sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia,
en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos
de ella.
-No digas esas cosas -le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.
Él
soltó una carcajada seca y amarga. Entonces llegó el yonqui con un
policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió,
de pronto, una presencia nueva, cálida, un llanto pequeño y débil entre
las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que
quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en
los cuentos de Navidad que leía cuando niña.
Él sacó un arrugado
paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras
a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose.
Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir
entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y
alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el
mendigo, el yonqui y el policía.
Escrito por Arturo Pérez-Reverte en El Pais