Lo conozco desde hace muchos años, siete u ocho por lo menos, un día en el que pasé por su lado y lo vi de pie junto a sus habituales cartones cerca de la Plaza Mayor de Madrid, interrogando a la gente que pasaba. Me han quitado a mi perro, decía angustiado. Lo dejé aquí para ir ahí enfrente, y ya no está. Alguien se lo ha llevado. Y lo tengo con vacunas y con todo en regla. Su zozobra era auténtica, sincera, así que me detuve e hice lo que pude por ayudarlo. Preguntamos por la zona, hablé con unos guardias municipales. Después tuve que irme, tras intentar tranquilizarlo. Ya verá como aparece, le dije. Si lo hubieran atropellado, se sabría.
Seguro que está por ahí cerca, rondando a alguna perra, o viviendo un poco su vida. Y los guardias han prometido ocuparse de eso. Me fui sin poder olvidar su gesto desesperado, ni sus últimas palabras: «Es mi compañero, no podré dormir hasta que lo encuentre». Volví a pasar por allí dos o tres días después, y el perro -un chucho negro, grande y apacible- estaba allí con él, como si tal cosa. «Lo trajeron los guindillas -dijo-. Se lo había llevado un hijo de puta».
Desde entonces, cada vez que paso por el lugar donde suele estar sentado sobre sus cartones, a menudo leyendo algún diario arrugado o un libro muy ajado y de páginas amarillentas mientras el perro apoya el hocico en sus piernas, me detengo a charlar un rato con él. Luego suelo darle un billete de cinco o diez euros, según los días. Para el pienso del chucho, digo, procurando así no ofenderlo y que lo acepte con naturalidad. Y él se lo guarda sin decir nada y me estrecha la mano. No sé si bebe, pero nunca lo he visto hacerlo, ni trazas de eso. Es un hombre inteligente y educado, sobre los cuarenta años largos, que tuvo una vida anterior muy distinta, de la que sin embargo nunca habla. Tampoco le he preguntado jamás cuál es su nombre, ni él me lo ha dicho. Lo llamo amigo y él me llama don Arturo. Conversamos sobre la calle, el frío del invierno y el calor del verano, el libro que está leyendo o los ciudadanos que hacen cola en el cajero automático que tiene cerca. A veces sale el tema de la política y los políticos -«Son todos iguales, don Arturo; gente que no tiene perros, y se les nota»-, y hace un par de años tuvo una frase gloriosa. Fue cuando los indignados tenían tomada la Puerta del Sol y aquello era una verbena, con todos los mendigos de Madrid sumados a la fiesta, confraternizando entre litronas. Le pregunté cómo era que no iba también allí, que estaba a dos pasos, y respondió muy serio: «Ahí no hay más que chusma, así que vamos a no mezclar». Y otro día que anduve por allí con Darío Villanueva, director de la Real Academia, me detuve como siempre a saludarlo; y al día siguiente, cuando pasé de nuevo, me dijo, orgulloso «Ayer fue demasiado, don Arturo. Dos académicos parados delante de mi perro y mis cartones».