La increíble historia de la misión Gatito Acústico en tiempos de la Guerra Fría
Al principio pensaba que mi gata era sorda. O que tenía algún tipo de disfunción auditiva. Que no oía bien, vaya. Los primeros días, cuando la llamaba, no es que no apareciera, sino que cuando estábamos en la misma habitación ni tan siquiera giraba la cabeza para mirarme. Podía entender que aún no supiera que se llamaba Mía, pero no me entraba en la cabeza que ante mi insistencia (puedo llegar a ser realmente pesado) no hiciera ni el ademán de prestarme atención. No solo lo pensaba yo, que conste. Algunos amigos venían a casa y me decían: “¿Tu gata es sorda?”.
No, obviamente no lo era. Sencillamente pasaba de todos. Tardé unos cuantos días en darme cuenta de que lo que tenía era un déficit voluntario de atención: en un par de semanas, no solo identificaba perfectamente el sonido del frigorífico al abrirse y el de los premios al salir de su recipiente, sino que era capaz de distinguir cualquier objeto que cayera al suelo en cualquier rincón de la casa; aunque fuera una pluma.
Por eso cuando leí la historia de la misión Gatito Acústico de la CIA no me entraba en la cabeza que unos tipos que según todas las películas son los más inteligentes del mundo, intentaran durante años entrenar a gatos para convertirlos en espías. Por cierto que la misión se llamaba en inglés Acoustic Kitty, que realmente suena más profesional que Gatito Acústico. Que uno vuelve a casa después de trabajar todo el día en la CIA, le preguntan qué tal el día, y no es lo mismo decir que has estado trabajando en la operación Gatito Acústico que en la Acoustic Kitty Mission (léase con voz de agente de inteligencia y tono solemne).
El libro que cuenta la historia
Pero a lo que vamos, que me descentro. ¿De verdad los agentes de la CIA pensaron en algún momento que podían preparar a los gatos para que hicieran lo que les pidieran? ¿Ninguno tenía gato, o un amigo dueño de uno? ¿No se dieron cuenta, en los primeros días, de que aquello no iba a ninguna parte?
La secretaria de prensa de la entonces primera dama de EE.UU. Jacqueline Kennedy presenta al público al gato Tom Kitten del matrimonio presidencial, el 24 de enero de 1961
Según explican Robert Wallace y H. Keith Melton en su libro Spycraft, la idea surgió tras comprobar que, durante las reuniones de un jefe de estado asiático con su equipo, había multitud de gatos campando a sus anchas por la sala en el que se celebraba el encuentro. Nadie reparaba en ellos. Así que alguien dedujo que serían muy buenos espías.
Desde el principio se consideró un experimento de alto riesgo. Comenzaron entonces los ensayos para insertar a los gatos dispositivos electrónicos, que constaban de antena, micrófono, transmisor y batería. La clave estaba en lograr introducirlo en el cuerpo del animal de tal forma que no afectara a las cualidades por las que querían contar con ellos como agentes infiltrados. Si el gato actuaba raro, llamaría la atención.
El transmisor no dio problemas, pero la carne de gato, por si no lo sabían, es muy mal conductor e implicaba complicaciones con el micrófono, por lo que optaron por las orejas como lugar para el aparato, que enlazaba con un cable muy fino que hacía las veces de antena y que iba cosido al pelo del gato.
Ya lo tenían. El sistema funcionaba, las reacciones de los gatos entraban dentro de la normalidad (de la normalidad de los gatos, se entiende) y, una vez sopesadas las posibles repercusiones negativas en la opinión pública por la manipulación de animales, decidieron dar luz verde a la operación. Solo les quedaba un pequeño detalle: que el gato hiciera lo que ellos querían, que fuera a donde ellos le indicaran y que volviera cuando ellos se lo dijeran. Una quimera, vaya.
Las primeras dudas sobre la viabilidad de la misión surgieron en las semanas iniciales de entrenamiento de los animales. No había manera de controlar sus movimientos. Además, habían elegido a los gatos por su capacidad para percibir todos los sonidos, pero no habían contado con que esa virtud era, al mismo tiempo, un vicio, ya que los gatos se distraían con cada nuevo ruido. Si ya era difícil que encararan una dirección concreta, imagínense pedirles que atendieran solo a ciertos sonidos. También se percataron de que si al animal le entraba hambre, la misión se iría inmediatamente al traste. Hicieron algunas pruebas en diferentes escenarios, pero no hubo manera de sacar nada de provecho.
Hay una leyenda urbana que dice que llegaron a intentar colar un gato en la embajada de la Unión Soviética y que el gato fue tan sigiloso en su aproximación que un coche se lo llevó por delante. Pero es falso. ¿Quién se puede creer que hubieran llegado hasta el punto de lograr que un gato encarara el camino de la embajada que le habían indicado? Físicamente imposible. Lo que sí sucedió fue que, en algún entrenamiento, un taxi se llevó por delante a alguno de los aprendices de espía.
La memoria del proyecto venía a decir que todo había ido muy bien, que las pruebas no habían ido del todo mal, y concluían que un gato podía ser entrenado para recorrer distancias cortas. Peeeero, no lo tenían tan claro como pudiera parecer, porque en el tercer punto decían que bueno, que sí, que todo bien, pero que al final no, porque resulta que aquello tenía toda la pinta de que en situaciones reales no iba a funcionar. “No sería práctico”, fue el eufemismo que utilizaron para no cabrear a los gatos del mundo entero.
La foto que el autor envió a la CIA.
Intrigado por la historia, me puse en contacto con el departamento de comunicación de la CIA. Me atendieron con una educación exquisita pero básicamente me dijeron que ellos estaban allí para cosas más serias que para hablar de gatitos. Después de varios correos electrónicos y una llamada, terminaron indicándome dónde encontrar toda la información sobre la misión. En agradecimiento por su amabilidad, les envié una foto de Mía.
“¡Es adorable!”, me contestaron.
Escrito por Pedro Zuazua en El País