Las mascotas y sus amos retroalimentan su felicidad mirándose a los ojos, un fenómeno que dispara la producción de la hormona del afecto en los cerebros de ambos
El amor hacia el perro es voluntario, nadie lo fuerza [...]. Y lo principal: ninguna persona puede otorgarle a otra el don del idilio. Eso sólo lo sabe hacer el animal [...]. El amor entre un hombre y un perro es un idilio. En él no hay conflictos, no hay escenas desgarradoras, no hay evolución", escribía Milan Kundera en La insoportable levedad del ser. En la novela, la protagonista, Teresa, llega a pensar que el amor que siente por su perra Karenin es mucho mejor que el que siente por su marido.
Este sentimiento se repite en un sinfín de obras artísticas y se condensa en una frase, “Cuánto más conozco a las personas, más quiero a mi perro”, que ha sido atribuida a decenas de autores, aunque posiblemente podría ser firmada por decenas de millones. Hoy, un equipo de científicos ilumina este proceso de enamoramiento entre los perros y sus dueños: retroalimentan su felicidad mirándose a los ojos.
Los investigadores, encabezados por el veterinario japonés Takefumi Kikusui, metieron a 30 perros con sus dueños en una misma habitación, durante 30 minutos, y observaron lo que ocurría: miradas, caricias, voces mimosas. Y, antes y después del experimento, midieron la cantidad de la llamada hormona del amor, la oxitocina, en la orina tanto de las mascotas como de los amos.
Las conclusiones de Kikusui, de la Universidad de Azabu (Japón), son sorprendentes: cuanto más se miraban a los ojos los perros y sus dueños, más oxitocina producían sus cerebros. A continuación repitieron el experimento con lobos criados a biberón. La hormona, ingrediente químico fundamental del cariño que sentimos en nuestro cerebro, no aumentaba.
El equipo de científicos fue todavía más allá. En un tercer experimento, rociaron oxitocina en el hocico de algunos perros y los volvieron a meter en una habitación con su dueño y dos personas desconocidas. En los vídeos, puede verse cómo algunas mascotas se quedaban congeladas mirando a los ojos de sus dueños, que a su vez producían más oxitocina, en una cantidad correlacionada con la de sus animales.
“Estos resultados respaldan la existencia de un bucle de oxitocina que se autoperpetúa en la relación entre humanos y perros, de una manera similar a como ocurre con una madre humana y su hijo”, sostiene el equipo de Kikusui, que publica sus conclusiones en la portada de la prestigiosa revista científica Science. Durante el proceso de domesticación, a lo largo de miles de años, los perros habrían evolucionado para imitar un comportamiento, la mirada de los niños, que provocaba recompensas y mimos. “El alma que hablar puede con los ojos también puede besar con la mirada”, recitaba el poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Kikusui dice lo mismo, pero de los perros y sus dueños.
Las implicaciones del estudio son importantes desde el punto de vista médico. Los resultados apoyan las terapias con perros para personas con autismo o trastorno de estrés postraumático, dos patologías en las que, de hecho, se está empleando la oxitocina como tratamiento experimental.
El trabajo de Kikusui, sin embargo, tiene puntos débiles. Los perros rociados con oxitocina que se quedaban congelados mirando a sus dueños eran todos hembras. Un estudio similar en humanos, llevado a cabo en 2012 con 35 padres y sus hijos de cinco meses en Israel, no halló estas diferencias por género. Los adultos eran rociados con oxitocina y la hormona del amor subía en paralelo en los niños, fueran chicos o chicas. “Es fascinante ver que la oxitocina se disparó sólo entre los propietarios de las perras”, opina el principal autor de aquel estudio, el médico Omri Weisman, de la Universidad de Yale (EE UU).
Para el equipo de Kikusui, es posible que las perras sean más sensibles a la administración intranasal de oxitocina o, incluso, que la hormona aplicada artificialmente a los machos desencadenara un mecanismo de agresividad ante la presencia de extraños.