“como a perro cimarrón
me rodiaron entre tantos”
José Hernández - El Gaucho Martin Fierro
Cuantas historias, relatos, películas y canciones tienen como protagonista al perro, ese entrañable animal doméstico que decidió unir su camino al del hombre. Como suele ocurrir con otras especies que el ser humano domesticó, el origen del perro tiene distintas versiones, pero en la actualidad se impone mayoritariamente entre los científicos su descendencia monofilética a partir de Canis lupus lupus (Linnaeus, 1758), es decir del lobo común de Eurasia.
Seguramente es la primera especie animal que el hombre domesticó; hay citas históricas de tiempos muy remotos donde se menciona al perro. Por ejemplo se conserva una escultura asiria del año 640 a.C. que aproximadamente representa un dogo de fuerte musculatura. Muchos monumentos egipcios, desde la cuarta a la duodécima dinastía – entre 2700 y 1780 a.C- reproducen diversos tipos de canes similares al galgo italiano (El Brehm Ilustrado, Reed. con asesoramiento de Dunkel, 1970)
Pero vayamos a lo que ocurría con el perro en el Nuevo Mundo. A fines ya del siglo XV se inicia el viaje de don Cristóbal Colón hacia las Indias Orientales que culmina en el descubrimiento y conquista del continente americano. En los posteriores viajes se trasladaron gran cantidad y variedad de animales domésticos, entre los que no faltó el perro.
El propio Cristóbal Colón en 1494 envía un memorial a los Reyes de España, en el que queda clara la intención de traer al Nuevo Mundo cuanto animal doméstico pudiese. Dice el ilustre genovés: “Carneros vivos, y, aun antes corderos y cordericos, más hembras que machos y algunas becerras, son menester que cada vez que venga cualquier carabela que aquí se envían, y algunos asnos, asnas y yeguas para trabajo y simiente, que acá ninguno de estos animales hay de que el hombre se pueda ayudar y valer”.
Algunos historiadores indican que en 1536, el perro aparece acompañando al hombre en la fundación de Buenos Aires.
Existe un tema de controversia entre los historiadores. La misma se refiere a que si el perro descendiente del lobo como señalamos, estaba ya en América al llegar los españoles o si su presencia se debe exclusivamente al traslado por parte de los conquistadores. La primera posibilidad nos hace presumir que numerosas jaurías hubieran acompañado al hombre cuando ingresó al continente americano a través del estrecho de Bering (o lo mismo si aceptáramos el arribo por vía del Océano Pacífico). En este aspecto predominan los autores que interpretan que el perro llegó a América con los españoles.
Según el naturalista Félix de Azara los perros cimarrones se originan en los perros que los españoles trajeron a América y más precisamente los de la raza que Buffon llama “gran danés” como este ejemplar que ilustra la obra de Alfred Brehm, The animals of the world :Brehm's Life of animals (A.N.Marquis & Co. Chicago 1895). Obsérvese, más allá de las impreciones del dibujo, cómo difiere la tipología con respecto a la raza que conocemos actualmente.
La enorme propagación de los canes, con la consiguiente pérdida del control por parte de hombre, ocurrió también con casi todas las especies de la fauna doméstica que trajeron los españoles. Pocos años después de su arribo ya hay referencias de ganado bagual ovino, equino, canino y vacuno deambulando en distintas partes de la provincia de Buenos Aires y en otras comarcas.
Cobraron fama las denominadas “vaquerías”, nombre con el que se designaba la forma de capturar los vacunos asilvestrados. Se unía un grupo de hombres con excelentes caballos y jaurías de perros muy numerosas. En el campo, al encontrar los vacunos cimarrones los encerraban formando un círculo hábilmente ayudados por los perros y, provistos de una especie de caña en cuya punta tenía un elemento filoso, hacían un corte en el garrón y el animal caía al suelo. Giberti (1985) dice que las vaquerías tuvieron su origen en correrías que efectuaban los estancieros en busca de terneros escapados a terrenos vecinos, pero con frecuencia, en esas arremetidas, se traían también ganado ajeno.
Según Mulleady (1987) las primeras menciones de perros cimarrones datan de 1660, y fueron una importante arma para la conquista, dado que las jaurías que conducían los españoles infundían pánico entre los habitantes originarios, quienes con el transcurso del tiempo también lo adoptaron como animal para la caza y hasta sirvieron -como excepción- de alimento al aborigen.
Imaginamos que durante varias décadas – o casi una centuria- los perros se reprodujeron muy significativamente, debiendo agregar, como lo señalamos, las jaurías que ya algunos aborígenes había adoptado. Esto trajo serios trastornos para los habitantes de Buenos Aires y alrededores en general y, en especial, para los poseedores de hacienda vacuna, la más abundante y redituable con la sola venta de su cuero. O sea que las osamentas de los vacunos quedaban expuestas y servían de alimento a las jaurías asilvestradas, contribuyendo a su proliferación.
Aproximadamente desde mitad del siglo XVIII hasta casi a fines del XIX, en la pampa Argentina principalmente, el llamado perro cimarrón difundió terror en la campaña dado que jaurías de estos monteses animales cometían enormes matanzas de hacienda vacuna y no vacilarían en atacar a personas de a pie.
Es muy probable que muchos perros cimarrones procedieran también de perros de los indígenas asilvestrados como este que pintó Angel Della Valle en su célebre óleo “La vuelta del malón” (1892) que se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.
Respecto a la expansión y los daños causados por los perros cimarrones, encontramos varios testimonios de distintas épocas. Aparece una mención en una reunión del Cabildo de Buenos Aires del 27 de febrero de 1627, donde un cabildante expresa: “cómo en las vizcacheras, se multiplican en las cuevas que les sirven muy gran cantidad de perros cimarrones y hacen muy gran daño al ganado ovejuno y bacas [*]” (Gallardo, 1963). Para paliar esta situación cada vecino debía facilitar un indio, un negro u otra persona para que, ayudando a los alcaldes de barrio, se hiciera la matanza de esos animales (Levene, 1967). Los perros cimarrones se habían adueñado de la pampa y se refugiaban en las vizcacheras – tal como lo mencionaba el cabildante aludido- y se multiplicaban con gran facilidad. Al respecto señala Sánchez Labrador: “…casi han mudado de naturaleza y transformado en lobos, animales que faltaban en América…”.
También las crónicas de viajeros y otros documentos públicos hacen referencia al los perros montaraces. Uno de las más elocuentes es el “Manifiesto de la Metalurgia, Caza, Pesca, Agricultura y Pastoreo de la Provincia de Buenos Ayres”, publicado en el diario El Telégrafo Mercantil, Rural Político-Económico” del 11 de octubre de 1801, que trata del aprovechamiento de las riquezas naturales del país, y en él se dice: “los Perros cimarrones producen pieles, los más exquisitos para Zapatos y Botas, y se podrían sacar de esta jurisdicción muchos millares con utilidad de los Ganados Vacunos por el destrozo que causan al ternerage”.
Una de las referencias más curiosas es un expediente elaborado por el alcalde de Chascomús – al sur de la ciudad de Buenos Aires-, don Juan Lorenzo Castro que en enero de 1808 expresa: “que en aquellos territorios abundan los Perros cimarrones, que consumen mucha carne de los Animales en los tiempos de parición, y que es indispensable extinguir esta epidemia por que no llegue el caso de que los ganados se disminuyan a un punto que apenas haya multiplicos, y parecía regular valerse de los medios que se acostumbran en estos casos, quales son juntarse el vecindario para hacer la matanza de esta plaga á costa del mismo vecindario, ó lo que parece más suave y fácil sin tanto gasto, obligar á cada vecino á que entregue cada mes tres colas de los Perros por sí mismo, y otras tantas por cada indivíduo de su mando, siendo de a cavallo”.
Años más tarde, lo que muestra el largo tiempo que existieron estas jaurías, Estanislao Zeballos en 1879, los encontró en lo que hoy es la provincia de La Pampa y escribió: “El campamento fue atacado por hordas de perros cimarrones, que como hambrientos lobos, buscaban él saciar hambre irresistible…” y sigue el relato narrando que dieron muerte de Pancho Francisco, el principal baquiano de Zeballos, y que “…se alimentan de gamas, cuya carrera aventajan” (muy probablemente se refiere al ciervo nativo Ozotoceros bezoarticus, hoy seriamente amenazado).
El rapto de la cautiva de Mauricio Rugendas- Oleo sobre tela
En la República Oriental del Uruguay ocurría exactamente lo mismo. De este territorio el padre jesuita Gervasoni, en sus cartas de viaje a las misiones del alto Uruguay escritas en 1730 no puede callar su asombro y expresa: "No he visto en país alguno, perros en tan gran número"…, y otro jesuita que lo acompañó en ese viaje, luego de describir las matanzas de vacunos en las famosas vaquerías, dice: "Mejor sería hacer esos estragos entre los perros Cimarrones los cuales se han multiplicado también, de modo que en todas las campañas circunvecinas los hay y viven en cuevas subterráneas que trabajan ellos mismos” … “y quiera el cielo que, faltándoles la cantidad de carne que encuentran ahora en los campos, irritados por el hambre, no acaben por asaltar a los hombres"
Transcurridos ya mucho tiempo, durante los últimos años del segundo milenio y principios del tercero han sucedido episodios lamentables que evidencian la capacidad del perro librado del contacto con el hombre, de volver a sus ancestros lupinos.
En el zoo de Mendoza (Argentina) en 1996 una jauría de treinta perros cimarrones mataron a dos guanacos e hirieron a otros tres. El diario El Día, de la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, con fecha 27 de marzo de 2003, informa sobre la muerte de cuatro canguros jóvenes recién ingresados al zoológico de esa ciudad por parte de una jauría de perros cimarrones (Chebez y Rodríguez, en prep.). Luego se expresa “...ya en otras oportunidades los perros cimarrones hicieron de las suyas y atacaron otras especies como ovejas, patos, corzuelas y ñandúes”. Algunos años antes, el diario Clarín del 16 de septiembre de 1997, daba cuenta de la muerte de una nena de 10 años en la provincia de Mendoza, también como consecuencia del ataque sufrido por parte de perros semisalvajes, según el término utilizado por ese matutino.
En pleno centro de la Capital Federal de la Argentina, en el sector donde está la Reserva Ecológica Costanera Sur, el periódico La Nación – del 5 de julio de 2006- anuncia que una niña fue herida por una jauría salvaje. En la misma nota periodística se menciona el testimonio del Director de Zoonosis del Instituto Luis Pasteur que asevera que durante el último año se incrementó el número de personas que acuden a ese centro para denunciar que fueron atacadas por perros en la zona de la Reserva.
Este problema afectó seriamente a los venados de las pampas (Ozotoceros bezoarticus) que con gran esmero se conservan en el Parque Nacional Campos del Tuyú y cuya repoblación llevó muchos años de enormes esfuerzos. En más de una oportunidad hallaron venados muertos por jaurías de perros asilvestrados.
Ciervo de las pampas (Ozotoceros bezoarticus)
También en algunos lugares, otro cérvido autóctono amenazado, el ciervo de los pantanos (Blastocerus dichotomus), sufriría la presión de jaurías asilvestradas según señala Parera (2002). En efecto, de las tres poblaciones relictuales que se detectaron en el Delta del Paraná, la de la isla Talavera sufre predación en sus juveniles por parte de perros cimarrones.
Ciervo de los pantanos (Blastocerus dichotomus)
Gabriel Omar Rodríguez