Su madre era una gata de lujo, raza colorpoint, que algún desalmado abandonó en el antiguo cauce un verano de finales del pasado siglo. Blanca como la nieve, ojos azules y figura esbelta de aire egipcio. Tan elegante y distinguida que era imposible no llamarla Princesa. Por entonces cuidaba de una colonia de gatos, entre el Puente del Mar y de Aragón, y aunque la recién llegada mantenía las distancias acabó llevándose bien con ellos. Al poco tiempo tuvo dos crías, una hembra blanca con manchas grises y naranjas, y un macho blanco y gris. La hembra se rompió una pata trasera, me la lleve a casa para curarla y heredó el nombre de su madre. Desde entonces ha sido mi fiel compañera, hemos dormido y viajado juntas, incluso me ayudó a escribir varias novelas con su simple presencia relajante. Estos últimos años estuvimos de vacaciones en una cabaña de Anna, donde también vivían varios gatos, en las de Caudiel con los simpáticos animales de Rosa y Paco, y en un apartamento de Benicàssim en el que se colaba en la terraza del vecino llenándole de pelos la tumbona.
Hace unos días vomitó, dejó de comer y de forma fulminante perdió mucho peso. No había solución. El lunes la dormimos. Adiós, Princesa. Tal vez hasta luego. Si es que existe un paraíso no lo imagino sin los gatos que han endulzado mi existencia.
Desnaturalizados
La tristeza de la pérdida me ha hecho pensar en el tremendo egoísmo humano con los animales. Incluso los que nos consideramos animalistas y luchamos por su bienestar nos aprovechamos de ellos. Les arrebatamos la capacidad de reproducirse, les limitamos sus movimientos y la relación con sus congéneres, los alimentamos con productos prefabricados que no satisfacen sus instintos cazadores. En algunos casos incluso se les ridiculiza con vestimentas absurdas. A cambio de ofrecerles una vida tranquila y confortable, los desnaturalizamos para convertirlos en juguetes y peluches animados. Cierto que no se puede tener todo, libertad y seguridad al mismo tiempo, pero creo que los animales de compañía no hacen con los humanos un buen negocio. En las sociedades urbanas plagadas de individuos solitarios y neuróticos las mascotas son sustitutivos de carencias afectivas. Tal vez estoy cargando las tintas a causa del pesar del duelo, pero habría que reflexionar sobre ello.
Santuarios felinos
Los que sí viven de maravilla en las grandes ciudades, con sus instintos casi intactos, son los mininos salvajes, los únicos realmente libres y que no se pueden llamar callejeros, pues han sido expulsados de las vías urbanas saturadas de tráfico. Los últimos resistentes se concentran en jardines o solares y logran sobrevivir gracias a la ayuda desinteresada de un ejército de voluntarios que los cuidan y alimentan rascándose el bolsillo. El Jardín Botánico, los Viveros, el Parque de Marxalenes, el Cementerio General son algunos de estos enclaves gatunos.
El Ayuntamiento debería a llevar a la práctica de una vez la idea de crear pequeños santuarios felinos que podrían autofinanciarse con aportaciones espontáneas de la gente o de las marcas de productos para mascotas. La felinofilia en redes sociales es un hecho evidente que ayudaría a mantener a esas bellas criaturas. Ante la ley, perros y gatos tienen los mismos derechos a una atención en el caso de ser abandonados, pero a la hora de la verdad los gatos son considerados de segunda categoría. Tal vez porque, a diferencia de los agradecidos chuchos, pasan olímpicamente de nosotros.