El descubrimiento de la explicación a la gran variedad de formas y tamaños de perros podría ayudar a desentrañar las enfermedades genéticas humanas.
Es una tarde inusualmente cálida de mediados de febrero en Nueva York, pero el vestíbulo del Hotel Pennsylvania está lleno de abrigos de piel. Los visten los asistentes a la que sin duda es la convención canina más exclusiva del mundo, que tiene lugar todos los años la víspera de la exposición canina del Westminster Kennel Club, organizada por la famosa sociedad canina estadounidense. Como cada año, los mejores perros del país, de 173 razas distintas, se disputarán la gloria al otro lado de la calle, en el Madison Square Garden. Este primer día de convención es tan solo una primera toma de contacto entre invitados cuadrúpedos, cuyos dueños avanzan en la cola de la recepción para registrarse en el hotel oficial del concurso. Desde un carrito portaequipajes, un basset hound observa con su mirada triste a un terrier nervioso. Dos musculosos perros crestados rodesianos, con correas de cuero a juego, se detienen brevemente para saludar a un peludo pastor de los Pirineos. A la puerta de la tienda de regalos, un dogo del Tibet y un pug se olisquean mutuamente.
La variedad que se observa en el vestíbulo del hotel –un impresionante surtido de tamaños corporales, formas de orejas, longitud de hocicos y tonos de ladridos– es lo que hace que los amantes de los perros sean tan fans de una raza determinada. Por motivos tanto prácticos como caprichosos, el mejor amigo del hombre ha sido sometido a una evolución artificial que lo convierte en el animal más variopinto del planeta, un logro asombroso si tenemos en cuenta que la mayor parte de las razas caninas existentes, entre 350 y 400, no tienen más de dos siglos de antigüedad. Los criadores modificaron el proceso evolutivo combinando los rasgos más dispares mediante el cruce de perros con características diversas y después seleccionando para la reproducción las crías que en mayor medida parecían mostrar los atributos deseados. Por ejemplo, para crear un perro que acorralara tejones, se cree que cazadores alemanes de los siglos XVIII y XIX cruzaron sabuesos (probablemente el basset, nativo de Francia) y terriers, lo que produjo el teckel, una nueva versión del perro paticorto y rechoncho capaz de cazar a su presa en la madriguera; de ahí su nombre alemán: dachshund, «perro tejonero». La piel elástica le permitía soportar los mordiscos de los afilados dientes de sus presas, mientras que el rabo, largo y robusto, era perfecto para que los cazadores tirasen de él y lo sacaran de la madriguera con el tejón en la boca.
Naturalmente los criadores no pensaron que al crear estos nuevos perros estaban manipulando los genes que determinan la propia anatomía canina. Desde entonces para los científicos era obvio que tal diversidad morfológica entre los perros se debía a que existe una riqueza equivalente en su variabilidad genética. Sin embargo, el reciente auge de la investigación en genómica canina ha conducido a una conclusión sorprendente y del todo opuesta: la enorme variedad de formas, colores y tamaños está determinada en gran medida por modificaciones que afectan apenas a un puñado de regiones genéticas. La diferencia de tamaño entre el pequeño teckel y el gigantesco rottweiler depende de la secuencia de un único gen; así como la de otro determina la disparidad entre sus patas cortas y gruesas (enanismo desproporcionado o condrodisplasia) y las extremidades finísimas del galgo.
Lo mismo puede decirse para todas las razas y para la mayoría de los rasgos físicos que las caracterizan. En el proyecto de investigación CanMap, una iniciativa en la que colaboran la Universidad Cornell, la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y los Institutos Nacionales de Salud (NIH), los investigadores muestrearon el ADN de más de 900 perros de 80 razas diferentes y el de cánidos salvajes como lobos y coyotes. Descubrieron que la talla, la longitud y el color del pelo, la forma del hocico, la posición de las orejas y otros rasgos que se conjugan para definir la fisonomía de una raza están determinados por apenas unas 50 mutaciones genéticas. La diferencia entre unas orejas caídas y otras erguidas nace de una única región genética en el cromosoma canino 10, o CFA10. La piel arrugada de un shar pei está localizada en otra región, la HAS2. ¿Y la cresta de pelo erizado sobre la espina dorsal del crestado rodesiano? Deriva de una mutación en la CFA18. Bastan unas pocas mutaciones genéticas para que el teckel se convierta en dóberman, mientras que algunas otras transforman a un dóberman en un dálmata.
«Lo que se está deduciendo de los estudios es que la diversidad de los perros domésticos depende de un reducido número de variaciones genéticas», dice el biólogo Robert Wayne.
Cuando los artículos periodísticos hablan de «el gen» del pelo rojo, el del alcoholismo o el del cáncer de mama dan la falsa impresión de que la mayoría de los rasgos están determinados por un solo gen, o como mucho por unos pocos. En realidad la genética que determina la morfología canina es una absoluta aberración de la naturaleza, donde una característica física o una enfermedad suelen ser el resultado de una compleja interacción de muchos genes, cada uno de los cuales hace su propia contribución. La estatura de un humano, por ejemplo, depende de la interacción de unas 200 regiones genéticas.
Entonces, ¿por qué los perros son un caso aparte? ¿Por qué son tan diversos entre sí? La respuesta, dicen los investigadores, está en su atípica historia evolutiva. Los canes fueron los primeros animales en ser domesticados por el hombre, un proceso que se inició hace entre 20.000 y 15.000 años, probablemente cuando los lobos comenzaron a buscar alimento en torno a los asentamientos humanos. Los expertos discrepan a la hora de calibrar hasta qué punto el ser humano intervino en la siguiente fase, pero con el tiempo, cuando empezó a usar a los perros para cazar, guardar la casa y tener compañía, la relación era ventajosa para ambas especies.
Al amparo de los riesgos y dificultades que supone la naturaleza en estado puro, en la que sobrevive el más válido, aquellos perros semidomesticados medraron pese a presentar mutaciones genéticas perjudiciales (como, por ejemplo, ser paticortos) que los hubieran conducido a la extinción en poblaciones salvajes más pequeñas.
Miles de años después, los criadores echaron mano de esa materia prima tan diversa para crear las razas modernas. Para obtener el perro deseado seleccionaban las características que buscaban entre múltiples razas, o intentaban replicar rápidamente las mutaciones en una raza determinada. También favorecían lo novedoso, pues cuanto más se distinguiera una estirpe canina de otra, más probable era que se granjease el reconocimiento oficial como nueva raza. Esta selección artificial tendía a favorecer genes únicos y de gran impacto, con lo cual las características de la raza se consolidaban con una rapidez a la que jamás podrían aspirar grupos de genes de influencia más modesta.
Este descubrimiento tiene implicaciones que los científicos empiezan a descifrar, en primer lugar para la comprensión de los trastornos genéticos humanos. En estos momentos ya se han identificado más de cien enfermedades caninas relacionadas con mutaciones en genes concretos, y muchos de ellos tienen su equivalente humano. Tras esas dolencias puede haber toda una serie de mutaciones que se traduzcan en una predisposición a padecerlas, igual que sucede con los humanos. Pero como los perros han sido «aislados», genéticamente hablando, en razas que han evolucionado a partir de unos pocos individuos originales, cada raza presenta un número mucho más reducido de genes alterados (a menudo uno, dos como máximo) responsables de la patología. Por ejemplo, los investigadores de Cornell que estudian la retinosis pigmentaria, una enfermedad ocular degenerativa que afecta tanto a perros como a personas, han descubierto que podría estar causada por 20 genes caninos diversos. Pero el hecho de que el gen responsable no sea el mismo en los schnauzer que en los caniches ha dado pistas a los investigadores y les ha abierto el camino para la investigación en los seres humanos. Mientras tanto, gracias a un estudio reciente sobre un tipo raro de epilepsia en los teckels, se ha identificado la que parece ser una firma genética única, que podría arrojar luz también sobre la versión humana de la enfermedad.
En resumen, cuando los criadores victorianos seleccionaban perros solo para satisfacer sus gustos, estaban creando poblaciones genéticamente aisladas sin imaginar que en el futuro resultarían muy útiles para la investigación científica. Las posibilidades son especialmente prometedoras en el campo de la oncología; ciertos tipos de cáncer pueden aparecer hasta en un 60 % de los individuos de algunas razas caninas, pero solo en uno de cada 10.000 humanos.
«Nosotros hacemos genética, pero el trabajo de campo lo han hecho los criadores», dice Elaine Ostrander, estudiosa de la evolución y las enfermedades caninas en el Instituto Nacional de Investigación del Genoma Humano de los NIH.
Una categoría de rasgos que hasta ahora se ha resistido al análisis de CanMap es la conducta. Hasta el momento solo ha sido posible identificar una única mutación genética que afecte al comportamiento: la versión perruna del gen del trastorno obsesivo-compulsivo en los humanos, capaz de hacer que un dóberman se lama la piel obsesivamente hasta sangrar. Características como la lealtad, la tenacidad o el instinto de pastoreo tienen claramente una base genética, pero también pueden verse afectadas por factores como la nutrición o la presencia de niños en la casa, lo cual complica su cuantificación de cara a un estudio. Con todo, dice el genetista de Stanford Carlos Bustamante, «tenemos las mismas posibilidades, si no más, de comprender el comportamiento de los perros que el de otros animales». Al fin y al cabo, observa, hay millones de amantes de los perros que están encantados de poner su experiencia al servicio de la investigación.