Antes que Cortés, el descubridor del Nuevo Mundo ya empleó perros entrenados para la contienda contra los indígenas en su segundo viaje a las Indias en 1493. Cristóbal Colón utilizó un bravo sabueso para dispersar a un grupo de indios hostiles que trató de perturbar su amerizaje en Jamaica en 1494. Solo un año después, el almirante de origen genovés se acompañó de una veintena de perros en la batalla de Vega Real.
Con aquellos perros de raza mastín, galgos, dogos, lebreles o perdigueros, los españoles pretendían aterrar al indígena americano solo con su mera presencia. Y a fe que lo consiguieron. Apenas usaban armaduras metálicas; a los canes se les protegía con una coraza de cuero, con capuchones protegidos por cuchillas. También se les rasuraba las orejas al límite para evitarles heridas en la lucha. Logrando el propósito para el que se les entrenaba a conciencia en los páramos de las tierras leonesas. En ocasiones, solo el ladrido que surgía de sus fauces ya era más que suficiente para provocar la desbandada entre el enemigo, como ocurrió en las expediciones de Vasco Núñez de Balboa (siglo XVI)
El relato clarificador del fraile español Bernardino de Sahagún, según testimonios de los indígenas, pone de manifiesto la fiereza que transmitían los perros de los conquistadores, que tenían “ojos de fiera de color amarillo inyectados en sangre, enormes bocas, lenguas colgantes y dientes en forma de cuchillos; eran salvajes como el demonio y manchados como los jaguares. Una diabólica invención”.
Algunos de estos canes alcanzaron una notable popularidad para la época, como Becerrillo, un alano propiedad del conquistador Juan Ponce de León que se convirtió en uno de los más eficaces perros de combate que sirvieron en las filas del ejército castellano durante la conquista de las tierras americanas. Murió víctima de una flecha envenenada. De igual destreza le sucedió su hijo Leoncillo, que en 1513, hace ahora medio milenio, tenía salario propio de ballestero.
Vasco Núñez de Balboa se adentró en aguas del océano Pacífico en busca de oro con casi dos centenares de soldados y unos cuantos sabuesos “de más provecho que los hombres”, según relatan las crónicas históricas de aquel entonces. Su perro Leoncillo era capaz de diferenciar entre un indígena local con buenas intenciones de otro belicoso. Los españoles aislaban a estos animales lejos de los propios nativos para poder rastrear así su olor a distancia e identificarlos en el campo de batalla.
Ya antes del descubrimiento del Nuevo Mundo, los españoles habían usado a los perros en la Reconquista contra los musulmanes. Con posterioridad, el emperador Carlos V hizo lo propio en su lucha contra los franceses. Fuentes de la época tildan su eficacia “casi tan destructiva como los mosquetes de los tercios”. Aunque no siempre estos fieles aliados fueron recompensados por sus servicios. Incluso en contadas ocasiones, se rebelaron contra sus dueños, como le ocurrió a Pedro Arias Dávila, quien se convirtió en gobernador de Nicaragua, en 1514.
No obstante, el éxito conquistador de los españoles en las Indias obligó a que sus rivales en Europa copiaran la estrategia y también emplearan a perros en el teatro de operaciones. Como los holandeses, en 1638 contra los nativos americanos, o los franceses, que emplearon perros cubanos en una rebelión en Haití.
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