No tengo, ni he tenido ni, creo, tendré un perro, aunque es el animal que más simpatía me suscita (no los agresivos, que afortunadamente ya no abundan por las ciudades como sucedía cuando yo era niño). Por encima de todo admiro la lealtad a sus amos, no importa que parte de esta –ignoro cuánta– se deba al apego a “la mano que lo alimenta” (me molesta la expresión “lealtad perruna”). Son inteligentes y basta observar su cara, sus ojos, sus gestos, para darse cuenta que son seres a los que los sentimientos no les son ajenos. Comprendo bien la compañía, el “calor vital”, que ofrecen a tantas personas, especialmente a los ancianos solitarios. “El pobre perro”, escribió el poeta lord Byron, “es en la vida el más firme amigo. El primero en darnos la bienvenida, el más dispuesto a defendernos”.
Evidencias arqueológicas sugieren que nuestra relación con los perros se remonta al menos a entre 10.000 y 14.000 años, esto es, a la época en que los humanos comenzaron a dejar de ser nómadas convirtiéndose en agricultores. Algunos especialistas en biología evolutiva sostienen que ninguna otra especie muestra semejante diversidad y que los perros constituyen un modelo de lo rápido que pueden producirse cambios morfológicos en poblaciones naturales. Planteado en un marco evolutivo, una pregunta inmediata es la de cuáles son los antepasados de los perros, de qué especie se desgajaron.
En otras palabras, asignaba el origen de la existencia de las muchas razas caninas a una combinación de varias especies ancestrales con variaciones hereditarias dentro de cada una de esas ramas, con frecuencia provocadas artificialmente, esto es, por entrecruzamientos “mediante la elección cuidadosa de los individuos que presentan el carácter deseado”.
El problema de Darwin era que ignoraba el mecanismo de la herencia, cómo se transmiten de progenitores a descendientes los “elementos” (ahora podemos decir “carga genética”) que les caracterizan. Por ello – y aunque descubrió el principio que guía los cambios en las formas de vida que han ido apareciendo en la Tierra–, ideas como las que sostenía en este caso no pasaban de ser meras especulaciones, a pesar de sus esfuerzos por dotarlas de alguna base factual.
Podría haberle ayudado –no en lo referente a la ascendencia de especies– el haber conocido los trabajos publicados en 1866 (esto es, catorce años antes de su muerte) del monje agustino Gregor Mendel (1822-1884), quien a través de una serie de experimentos sobre la hibridación de plantas mostró cómo se podían transmitir los caracteres hereditarios de generación en generación.
La discrepancia entre los 135.000 años y los mencionados 10.000-14.000 en los que se han encontrado evidencias arqueológicas de la “asociación” de humanos y perros tal vez se deba a que los perros antiguos se parecían todavía mucho a los lobos, lo que haría difícil distinguir ambos en los restos arqueológicos. Se ha argumentado que las diferencias fenotípicas entre lobos y perros aparecieron después de que estos se asociasen con los humanos, que les impusieron dietas distintas a las que estaban acostumbrados. En cualquier caso no se sabe demasiado sobre cómo fueron domesticados los perros, porque una cosa es que se convirtieran en una especie diferente a la de los lobos, y otra que pudieran ser domesticados. En 2010 se propuso una teoría tan curiosa como sugerente: analizando las diferencias genéticas entre lobos y perros se encontró que una diferencia importante se encuentra en un gen, el WBSCR17, asociado en los humanos al síndrome de Williams-Beuren, una de cuyas características es la hipersociabilidad.
La idea, aún por sustanciar, es que mutaciones en los lobos asociadas a este gen condujeron, en los que ese gen estuviera presente, a la aparición de los perros. Si así fuese, se podría decir que fueron estos lobos de “buen carácter”, o perros, los que se acercaron a los humanos, que fueron ellos los que se “autodomesticaron”. Podría decirse que triunfó “la supervivencia de los más amigables”.