En 1888, un agricultor egipcio que cavaba en la arena cerca de Istabl Antar descubrió una fosa común. Los cuerpos sepultados no eran humanos, sino felinos: cantidades asombrosas de antiguos gatos momificados y enterrados. «No son unos pocos desperdigados aquí y allá –informó una revista inglesa de la época–, sino decenas, miles, cientos de miles, un grueso estrato de 10 a 20 capas de cadáveres sepultados unos sobre otros.» Algunos animales envueltos en vendas aún seguían presentables, y unos pocos tenían máscaras de oro. Los niños del lugar vendieron los mejores ejemplares a los turistas a cambio de unas monedas. El resto se vendió a peso como fertilizante. Un barco se llevó a Liverpool unos 180.000, una carga de 17 toneladas, para esparcirlos por los campos ingleses.
Aquélla era la época de las expediciones generosamente financiadas que cavaban hectáreas de desierto en busca de tumbas reales y espléndidos sarcófagos pintados y máscaras de oro para adornar mansiones y museos de Europa y Estados Unidos. Los miles de animales momificados que aparecían en los lugares sagrados de Egipto sólo era algo que había que apartar para llegar a los tesoros. Pocos estudiosos les prestaban atención, y en general su importancia pasaba inadvertida.
En el siglo que ha pasado desde entonces, la arqueología ya no es tanto una caza de trofeos como una ciencia. Ahora los excavadores saben que gran parte de la riqueza de sus yacimientos reside en la multitud de detalles que ofrecen sobre la vida de la gente: sus actividades, su forma de pensar y sus creencias religiosas. Las momias de animales son parte importante de esos hallazgos.
«Son en verdad manifestaciones de la vida cotidiana –dice la egiptóloga Salima Ikram–. Animales de compañía, comida, muerte, religión… Abarcan todo lo que interesaba a los egipcios.» Especializada en zooarqueología (el estudio de los restos de animales antiguos), Ikram ha contribuido a poner en marcha una nueva línea de investigación sobre los gatos y otros animales que los egipcios preservaban con habilidad y esmero. Desde su cátedra en la Universidad Americana de El Cairo, se hizo cargo de la deteriorada y medio abandonada colección de momias animales del Museo Egipcio como proyecto de investigación. Tras efectuar mediciones, escudriñar con rayos X bajo los vendajes y catalogar sus hallazgos, creó una galería para exponer la colección, un puente entre la gente de hoy y la de aquel pasado remoto. «Cuando ves esos animales, piensas: “¡Ah, el faraón Tal o Cual tenía una mascota, como yo!”, y en lugar de sentir una distancia de más de 5.000 años, ves a los antiguos egipcios como personas de carne y hueso.»
Actualmente, la colección de momias de animales es una de las más visitadas de ese museo. Detrás de las vitrinas hay gatos amortajados con vendas de lino que forman rombos, franjas, cuadrados e intrincadas líneas cruzadas; musarañas en cajas de caliza tallada; carneros en sarcófagos dorados con adornos de cuentas; una gacela envuelta en papiro deshilachado; un cocodrilo de cinco metros enterrado con sus crías momificadas en la boca; ibis sagrados en fardos con aplicaciones; halcones; peces y hasta diminutos escarabajos junto a las bolas de estiércol que comían.
Algunos de esos animales fueron momificados para que los difuntos tuvieran compañía en la eternidad. Los antiguos egipcios que podían permitírselo se preparaban una tumba lujosa, con la esperanza de que todos los efectos personales allí acumulados, y todas las imágenes que ordenaban representar en los murales, estuvieran a su disposición después de la muerte. Más o menos a partir de 2950 a.C., los reyes de la I dinastía recibieron sepultura en sus complejos funerarios de Abydos acompañados de perros, leones y burros. Más de 2.500 años después, durante la XXX dinastía, un plebeyo llamado Hapi-men fue enterrado en Abydos con un perrito acurrucado a sus pies.
Por último, otros animales eran momificados porque eran la viva representación de un dios. Hacia el año 300 a.C., la venerada ciudad de Menfis, capital de Egipto durante gran parte de su historia antigua, ocupaba 50 kilómetros cuadrados y su población rondaba los 250.000 habitantes. La mayor parte de las ruinas de la que fue una ciudad gloriosa yace hoy bajo el pueblo de Mit Rahina. Pero junto a un camino polvoriento se yerguen las ruinas de un templo, medio ocultas entre matas de hierba. Era la casa de embalsamamiento del buey Apis, uno de los animales más venerados del antiguo Egipto.
Símbolo de fuerza y virilidad, Apis estaba estrechamente relacionado con el todopoderoso faraón. Animal divinizado, era elegido para el culto por reunir una serie de características inusuales: un triángulo blanco en la frente, figuras blancas aladas en los hombros y la grupa, una mancha en forma de escarabajo en la lengua, y pelos dobles en la punta de la cola. Durante su vida lo alojaban en un santuario especial, mimado por sacerdotes, adornado con oro y joyas, y adorado por las multitudes. Se creía que su esencia divina pasaba a otro buey en el momento de su muerte, por lo que en ese instante se iniciaba la búsqueda del nuevo Apis. Mientras tanto, el cadáver era conducido al templo. La momificación se prolongaba al menos 70 días: 40 para secar la enorme masa de carne, y 30 para envolverla.
El día del entierro del buey, los habitantes de la ciudad se echaban a las calles para unirse al duelo nacional y atestaban el camino que conducía a las catacumbas hoy conocidas como Serapeum, en la necrópolis de Saqqara, en el desierto. En procesión, sacerdotes, cantantes del templo y altos funcionarios llevaban la momia hasta la red de galerías abovedadas talladas en el suelo de caliza, donde la sepultaban dentro de un sarcófago de madera o de granito, entre largos corredores abiertos para otros enterramientos. En siglos posteriores, ese lugar sagrado fue profanado por ladrones que arrancaron las tapas de los sarcófagos y robaron los valiosos ornamentos que lucían las momias. Por desgracia, no se conserva intacto ni un solo enterramiento del buey Apis.
Diferentes animales sagrados eran objeto de adoración en los distintos centros de culto: bueyes en Armant y Heliópolis, peces en Isna, carneros en la isla Elefantina y cocodrilos en Kom Ombo. Ikram cree que el culto a esos seres divinos surgió en los albores de la civilización egipcia, cuando un régimen de precipitaciones más generoso que el actual favoreció una tierra verde y feraz. Rodeados de animales, los egipcios comenzaron a relacionarlos con dioses específicos, según sus hábitos. Los cocodrilos, por ejemplo, ponían sus huevos justo por encima del nivel más alto que alcanzaría la crecida anual del Nilo, el gran acontecimiento que irrigaba los campos y permitía que Egipto renaciera año tras año. «Los cocodrilos eran mágicos –dice Ikram–, porque tenían la capacidad de predecir el futuro.»
Saber si la crecida iba a ser buena o mala era importante en un país de agricultores. Por eso, con el tiempo, los cocodrilos se convirtieron en símbolo de Sobek, dios acuático de la fertilidad, y los egipcios les erigieron un templo en Kom Ombo, localidad del sur de Egipto que cada año era una de las primeras en notar la crecida del río. En ese lugar sagrado, cerca de la ribera donde se asoleaban los cocodrilos salvajes, los cocodrilos cautivos llevaban una vida regalada y, al morir, eran enterrados con solemnidad.
En los lugares donde las momias son más numerosas, como en Istabl Antar, donde fueron enterradas por millones, se trata de objetos votivos ofrecidos durante las festividades anuales en los templos donde se rendía culto a los animales. A esos centros religiosos distribuidos a lo largo del Nilo llegaban cientos de miles de peregrinos, que acampaban en los alrededores. Convertidos en mercaderes, los sacerdotes ofrecían desde momias con sencillos vendajes hasta otras más elaboradas para quienes pudieran pagarlas. Entre nubes de incienso, los fieles culminaban la peregrinación ofreciendo al templo la momia elegida.
A partir de la XXVI dinastía, en torno al año 664 a.C., las momias votivas se hicieron muy populares. Los egipcios acababan de expulsar a los dominadores extranjeros y recuperaban con alivio sus propias tradiciones. El negocio de las momias floreció y dio empleo a legiones de trabajadores especializados, ya que era preciso criar a los animales, cuidarlos, sacrificarlos y momificarlos, además de importar resinas, preparar las vendas y cavar las tumbas.
Pese al elevado fin de la actividad, la corrupción se infiltró en la cadena de producción, y algunos peregrinos resultaron estafados. «Momias falsas y otros timos», explica Ikram. Las radiografías han revelado diversos trucos para engañar a los consumidores: animales más baratos en sustitución de otros más raros y valiosos; huesos o plumas en lugar del animal completo, y hermosos vendajes con nada dentro, aparte de fango. Cuanto más atractivo era el exterior, mayor era la probabilidad de estafa.
Para averiguar cómo trabajaban los antiguos embalsamadores (un aspecto sobre el cual los textos antiguos callan o son ambiguos), Ikram experimenta con las técnicas de momificación. Para encontrar los materiales necesarios, acude al laberíntico zoco del siglo XIV de El Cairo. En una pequeña tienda, un dependiente pesa en una vieja balanza de latón grandes trozos de una sustancia gris cristalina. Es natrón, una sal que absorbe la humedad y la grasa y que era el desecante más importante utilizado para la momificación. En una herboristería a la vuelta de la esquina compra los aceites que devuelven la flexibilidad a los cuerpos secos y rígidos, y también los resinosos pedazos de incienso que, una vez fundido, sirve para sellar los vendajes.
Museo Egipcio, El Cairo, CG29881
La investigadora empezó momificando conejos, por su tamaño manejable y porque podía comprarlos en la carnicería. A Orejotas (Ikram pone nombre a todas sus momias) lo sepultó en natrón, pero el cuerpo empezó a descomponerse en dos días, y al acumularse los gases, estalló. Tambor corrió mejor suerte. Ikram le había extraído los pulmones, el hígado, el estómago y los intestinos, y luego lo rellenó de natrón y lo sepultó en la misma sustancia. Resistió.
Pelusa, el siguiente candidato, ayudó a resolver un enigma arqueológico. El natrón que tenía dentro absorbió tantos fluidos que se volvió glutinoso y fétido. Ikram lo sustituyó por natrón fresco guardado en bolsas de lino. Eran fáciles de extraer cuando la sustancia se humedecía, lo que explica que en muchos centros de embalsamamiento se hayan encontrado este tipo de bolsas.
Museo Egipcio, El Cairo, CG29712
El tratamiento reservado a Copo de Nieve fue totalmente diferente. En lugar de la evisceración, el conejo recibió un enema de trementina y aceite de cedro antes de ser sepultado en natrón. Heródoto, el famoso historiador griego, describió el procedimiento en el siglo V a.C., pero los investigadores cuestionaban su credibilidad. En este caso, el experimento le dio la razón. Todas las vísceras de Copo de Nieve se disolvieron excepto el corazón, el único órgano que los antiguos egipcios siempre dejaban en su sitio.
Una vez concluido el trabajo de laboratorio, Ikram y sus estudiantes siguieron el protocolo y envolvieron cada cuerpo con vendas en las que se habían impreso fórmulas mágicas. Recitando oraciones y quemando incienso, depositaron las momias en la vitrina de un aula, donde son una atracción para los visitantes, entre ellos yo misma. Como ofrenda, dibujo un manojo de zanahorias y símbolos que multiplican por mil ese manojo. Ikram me asegura que, en el más allá, los dibujos ya se han convertido en zanahorias auténticas, y que los hocicos de sus conejos se están estremeciendo de alegría.