Obvio resulta que vivimos en tiempo de atropellos. Casi todo lo esencial lo ha sido ya por lo insignificante; la ternura por el realismo; la belleza por la prisa, poderosa señora ésta que pretende no detenerse hasta haberlo atropellado todo. Pero no puede caer en el olvido lo mucho que precisamente muere en las carreteras. En las mismas es atropellada la vida de unas 1.200.000 personas anualmente a escala planetaria. También una tercera parte de la transparencia del aire.
En consecuiencia no parece especialmente exagerado afirmar que la otra cara de la sagrada velocidad es una formidable hecatombe.
Mientras nos alcanza la sensatez de incluir la reducción de estas cifras entre las prioridades políticas, destaquemos que hay víctimas del tráfico que merecen un comentario muy concreto. Nos referimos por supuesto a las especies en peligro de extinción. El caso más cercano, duro y estúpido es el que afecta a los linces ibéricos.
Los felinos salvajes más escasos del planeta, estos que solo tienen como residencia esta península nuestra, comenzaron un camino de recuperación a lo largo de la pasada década. La cría en cautividad permitió la repoblación, con casi 80 cachorros artificialmente criados, de los lugares más favorables. El pasado año se liberaron, por primera vez, ejemplares fuera de Andalucía. En concreto Extremadura, Castilla la Mancha y Portugal comenzaron a contar de nuevo con uno de los seres vivos más simbólicos de nuestro derredor natural.
Pues bien, en menos de un año llevamos nada menos que 21 linces atropellados en nuestras carreteras. Hay que subir a 29 el número total de los encontrados muertos. Esto supone seguramente casi el 10% de la población superviviente. Con el agravante de que los accidentes más frecuentes podrían ser evitados con procedimientos tan sencillos como mantener las cunetas libres de matorrales y hierbas altas, algún vallado y pasos subterráneos o elevados para las faunas, algo que beneficiaría también a los conductores de los vehículos, tan letales ellos.