En distintas oportunidades, los perros se han visto envueltos en la aséptica crueldad de los científicos, en la generosa curiosidad de los científicos y en las ganas de saber de los científicos. Ese mismo ansia que a veces lleva a profundas contradicciones y que procura conocer cuáles son las reglas que gobiernan al mundo, si es que esas reglas existen. El universo de acontecimientos en los que confluyeron perros y científicos ha sido significativamente amplio. En esta historia, tienen su lugar Pavlov -cuyos perros ya son marca registrada-, los perros que le aseguraron al científico argentino Bernardo Houssay el premio Nóbel, y la tal vez la demasiado célebre e involuntaria astronauta Laika, el primer ser vivo que orbitó la Tierra. Laika subió al Sputnik 2 –el Sputnik 1 se había convertido en octubre de 1957 en el primer satélite artificial- y el lanzamiento se hizo el 3 de noviembre de 1957. La idea de los científicos rusos, además de provocar la ira de los norteamericanos, era probar que la vida era posible en un ambiente tan exótico como puede ser un artefacto dando vueltas alrededor del planeta. De raza husky, Laika vivió siete días en la pequeña cápsula que le habían acondicionado.
Cada día, tenía su propia ración de comida hasta que en el séptimo la dosis que le dieron contenía veneno. Laika moriría de todos modos, pues aún no estaba desarrollada la tecnología para rescatar a los viajeros espaciales. Como la Sputnik iba a prenderse fuego cuando ingresara a la atmósfera, los investigadores prefirieron que Laika muriera tranquilamente, de un modo insospechado para cualquier perro. Pero siempre hay espacio para la polémica. Tras el derrumbe del bloque comunista, Dmitri Malashenkov, director del Instituto de Problemas Biológicos de Moscú, contrarió la versión oficial al afirmar que Laika había muerto apenas unas horas después del lanzamiento, seguramente a causa del terror provocado por la inusual travesía. Lo cierto es que el Sputnik 2 con la perrita a bordo despegó desde el cosmódromo de Baikonur. Antes de su partida, Laika había sido presentada en una especie de conferencia de prensa y sus ladridos fueron emitidos por la radio oficial soviética.
Laika marcó un antes y un después de la por entonces promisoria era espacial. Unos años antes -en la era a.L., antes de Laika- se había conformado un grupo de nueve perros espaciales. Ellos, algunos de cuyos nombres eran Albina y Tsyganka, llegaron a rozar los límites de la atmósfera, a unos 500 kilómetros sobre las calles de Moscú por las que antes solían merodear. Tsyganka y compañía regresaron con vida a la Tierra, y permitieron obtener información acerca de las condiciones de vida a bordo de los cohetes y probar algunas tecnologías (no la obtuvieron interrogando a los perros, cuyas ladridos, al menos probaron que no habían perdido esa capacidad). Según afirma el astrónomo argentino Mariano Ribas, en las afueras de Moscú existen varios monumentos como homenaje a los astronautas fallecidos en la carrera espacial. Y por ahí anda también la silueta de la perrita Laika. Pero Laika no fue la única perra sacrificada en aras de la ciencia proletaria, y específicamente en la carrera espacial. Un año y medio después, en julio de 1960, los perros llamados Lisichka y Bars murieron en una prueba de vuelo del Vostok, una serie de astronaves rusas. (La llamada Vostok 1 fue la que hizo orbitar a Yuri Gagarin, el primer hombre del espacio, en 1961, y el Vostok 6 a Valentina Teréshkova, la primera mujer, en 1963).
Al mes siguiente del viaje de Lisichka y Bars, los rusos ya sabían cómo traer de vuelta a sus tripulantes: en agosto de 1960, las perras Belka y Strelka lograron volver luego de orbitar la Tierra a bordo del Sputnik 5. Los informes no señalan si estaban mareadas luego de dar 18 vueltas alrededor de la Tierra. (Dato curioso: luego del viaje, Strelka quedó preñada, dio a luz a seis cachorritos sanos, uno de los cuales, en gesto de amistad internacional poco valorado, viajó a Estados Unidos como parte de un regalo para el futuro difunto presidente J. F. Kennedy). Menos suerte tuvieron Pchelka y Mushka que murieron el 1 de diciembre de 1960 cuando una mala maniobra del Sputnik 3 en el que viajaban hizo que el reingreso a la atmósfera terrestre se hiciera en un ángulo poco indicado. Tan poco indicado que se incendió, tal como sucede con los meteoritos que de continuo entran incandescentes en la atmósfera terrestre (y que erróneamente se conocen como “estrellas fugaces”).
Muchas más perras rusas fueron al espacio hasta 1966, año en que Veterok y Ugolek lograron el record de permanencia canina en el espacio al estar 22 días orbitando en el biosatélite Kosmos. Y sobrevivieron. Pero en la Unión Soviética los perros no sólo servían a la ciencia para volar por los aires. Mucho antes de todo esto, en 1927, el doctor V. N. Shamov, ucraniano, llevó a cabo algunos experimentos con la idea de determinar si la sangre de un cadáver era apta para transfusiones o no. Provisto de perros recién muertos tomó muestras de cada una de las sangres, con intervalos que iban desde los quince minutos hasta los doce días después de llegada la muerte. Un somero cálculo permite entrever que, si es cierta la crónica, el ucraniano tuvo entre manos a 1152 perros sin vida (Shamov estudió a 4 perros por hora, en un día a 96 perros, cifra que hay que multiplicar por 12 días). Su intención era chequear si era posible o no transfundir sangre de humanos muertos a humanos vivos, lo cual hubiera sido tal vez una solución para el problema de abastecimiento sanguíneo. Y de ninguna manera un disparate. Así funcionan los transplantes de órganos: de muertos a vivos.