Para 1925 hacía ya unos cuantos años que Nome había dejado atrás sus mejores tiempos, vividos con la fiebre del oro de finales del XIX. Al cambiar el siglo el pueblo y sus alrededores contaban con casi veinte mil habitantes (trece mil de ellos censados en la localidad), pero un cuarto de siglo más tarde entre nativos y llegados de fuera la población no llegaba al millar y medio de habitantes. Nome se encuentra a apenas doscientos kilómetros al sur del Círculo Polar Ártico y era la localidad más grande de la mitad norte de Alaska, pero no dejaba de ser un pueblo en mitad de la nada. Durante los meses cálidos la bahía descongelada permitía la llegada y el atraque de barcos, pero durante los meses de invierno, de noches casi eternas, el aislamiento era casi total. Una única vía, la llamada Senda de Iditarod, unía Nome con el resto del mundo y con la civilización. El problema es que el camino era largo, frío y no precisamente agradable. Más de mil millas (unos 1.600 kilómetros al cambio) de hielo, nieve, frío y pedruscos.
Y en esas estaban cuando en enero de 1925 Curtis Welch, a la sazón el único médico de Nome, diagnosticó un caso de difteria. La difteria es extremadamente contagiosa, y en aquella época la mortalidad era del 50% o más entre la población joven y anciana, y prácticamente del 100% entre los menores de 5 años. Durante el mes de diciembre dos niños nativos habían fallecido supuestamente de amidgalitis, mal diagnosticada y confundida con la difteria. Cuatro más fallecieron sin llegar a visitar al médico, con síntomas similares. El día 20 de enero el doctor diagnosticó el primer caso confirmado. El panorama, con cientos de niños y una bacteria que puede resistir semanas fuera del cuerpo humano, no podía ser más desalentador. Para colmo, las antitoxinas contra la difteria habían caducado, y aunque el médico había pedido más a Juneau (la capital de Alaska) las antitoxinas no llegaron a tiempo antes del cierre del puerto.
Epidemia de difteria casi inevitable aquí STOP Necesidad urgente de un millón de unidades de antitoxina STOP Correo es la única forma de transporte STOP Ya he pedido la antitoxina al Comisionado de Salud del Territorio STOP Hay como tres mil nativos blancos en el distrito
Una epidemia de gripe seis años antes había acabado con la mitad de la población nativa de Nome, y casi un 10% de la de Alaska. Los Inuit carecían de resistencia contra según que enfermedades, lo que provocaba auténticos exterminios entre la población nativa cuando se desarrollaba una epidemia como la que a esas alturas parecía inevitable. La cosa pintaba, pues, muy negra.
Por todas partes los servicios públicos de salud se pusieron a buscar antitoxinas. Las más cercanas a Nome estaban en Anchorage, pero sólo había 300.000 unidades, la cuarta parte de la cantidad necesaria para detener la epidemia. Se localizó más cantidad en la costa oeste de EE.UU. y Canadá, pero sólo llevarla a la costa de Alaska llevaría una semana. Así que lo que se planteaba era cómo transportar la antitoxina de Anchorage a Nome. La cantidad no era suficiente, pero podría contener la enfermedad mientras el barco que traía el resto desde Seattle llegaba a Alaska.
La primera y más lógica opción era llevar la antitoxina volando. Pero hablamos de enero de 1925; apenas habían pasado 21 años desde que los hermanos Wright hicieran levantarse del suelo su ingenio volador. En toda Alaska había 3 aviones. Los tres de cabina abierta, ideales para volar mil kilómetros a treinta bajo cero bajo condiciones extremas y en plena oscuridad. Además, los pocos que sabían manejarlos estaban fuera de Alaska. O sea que descartada esa opción, sólo quedaban los trineos tirados por perros.
Los más legendarios criadores y mushers habían sido convocados para la carrera de relevos. Bill Shannon galopó durante 26 horas descansando únicamente cuatro, a través de temperaturas que apenas superaban los cincuenta bajo cero. Cuando entregó la antitoxina era 28 de enero y partes de su cara estaban ennegreciéndose por la congelación. El siguiente relevo, (Edgar Kallands) recorrió cincuenta kilómetros en apenas cinco horas a 48 grados bajo cero. Cuando llegó la estación del telégrafo donde le relevaron tuvieron que echarle agua caliente en las manos para despegárselas del trineo.
Los relevos se sucedieron, uno tras otro, durante los días 29 y 30 de enero. En esos días los medios de comunicación de los EE.UU. continentales (los Lower 48) empiezan a prestarle atención a la carrera. La radio, medio muy reciente en pleno crecimiento, encuentra un filón en la tiernísima historia de unos héroes jugándose el pellejo en el lejanísimo Ártico para llevarles vacunas a los niños. Medios impresos de San Francisco a Washington D.C. y de Nueva York a Seattle les dedican sus portadas. La carrera se convierte en un acontecimiento mediático casi sin precedentes en EE.UU. A través del telégrafo se retransmiten los relevos, que los medios continentales proceden a adornar como les viene en gana, sin reparar en detalles ni invenciones.
Ajenos a la atención que estaban despertando a miles de kilómetros de allí, los relevistas siguen su carrera contra el tiempo. Los casos de difteria declarados en Nome son ya 28. Las 300.000 unidades de antitoxina que viajan por el paisaje congelado de Alaska dan para tratar con seguridad treinta casos. El día 31 las condiciones meteorológicas no pueden ser peores. Una tormenta de nieve y viento unida a una potentísima borrasca reduce la temperatura hasta casi los sesenta grados negativos, y la visibilidad básicamente a cero. Y en esas estamos cuando aparece Leonhard Seppala, un noruego nacionalizado norteamericano al que le toca la etapa más larga y difícil de todo el recorrido, el cruce de la Bahía de Norton o Norton Sound.
Seppala tomó el relevo con el suero a las afueras de un pueblo llamado Shaktoolik, en el que sesenta y cinco años más tarde moriría el famosísimo naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente. Venía de recorrer a toda velocidad los 65 kilómetros para llegar a Nulato (donde creía que le darían el relevo un día más tarde, pero la carrera iba muy por delante del calendario previsto) y, sin apenas descanso, continuó durante 146 kilómetros que incluyeron la subida y bajada de un monte de 1.500 metros de altura; todo ello en plena noche (polar, por más señas), en medio de una ventisca atroz, a la temperatura a la que los grados Farenheit y los Celsius son equivalentes, y con vientos de 120 kilómetros por hora. Eso nos puede dar una idea de hasta qué punto es fino el olfato de un perro de tiro.
Seppala dejó el suero a apenas 78 millas (al cambio unos 125 kilómetros) de Nome. 40 de esos kilómetros los recorrió un musher llamado Charlie Olson, a treinta bajo cero y con vientos de setenta kilómetros por hora. Con un par de perros semicongelados, llegó al siguiente relevo, en teoría el penúltimo, a eso de las siete de la tarde del 1 de febrero, apenas diez días después de que el doctor Welch lanzara por telegrama su angustiosa petición de auxilio. El encargado de realizar la siguiente etapa fue Gunnar Kaasen, nacido en Noruega, como Seppala, y que sería quien pasaría a la Historia.
Kaasen recogió el cilindro con el suero a las siete y media de la tarde del uno de febrero. La tormenta que llevaba días azotando el noroeste de Alaska (y cuyas consecuencias se habían sentido hasta en la ciudad de Nueva York) no tenía pinta de remitir. Tanto era así que se envió un telegrama a la aldea de Solomn, por la que debía pasar el noruego, para indicarle que parara allí hasta que remitiera la tormenta. Pero la ventisca era tan asombrosa y la oscuridad tan inmensa que Kaasen se pasó de largo y siguió con su trineo hasta el siguiente puesto de control. Antes de llegar pasó un rato bastante angustioso buscando en la oscuridad el cilindro con el suero, caído por un golpe de viento. La visibilidad era tan baja que, según Kaasen, no veía ni siquiera al perro más cercano.
El caso es que Kaasen se encontró con que el siguiente relevo estaba dormido, sin duda informado erróneamente de que el noruego iba a detenerse a varias millas de allí. Kaasen, en vez de despertarle, prefirió seguir a toda velocidad hacia Nome, situado ya a sólo 40 kilómetros de distancia. Allí llegó, por fin, a las cinco y media de la mañana del 2 de febrero, apenas dos semanas y pico después de la primera muerte achacada a la difteria. Nadie salió a recibirle, claro. A esas horas ya me diréis. Pero al cabo de unas horas el pueblo entero salió a celebrar la buena noticia, el médico procedió a repartir inyecciones como el que reparte las cartas del póker y aquello fue una fiesta.
Los medios de comunicación continentales enloquecieron. Una historia épica en la más pura tradición americana y con final feliz. Subieron inmediatamente a los altares a los mushers (al menos a los de raza blanca) y a los perros, especialmente a uno, Balto. Balto era el líder del último relevo, el de Kaasen. No era el mejor de todos los perros (ese honor, según los que saben del tema, le correspondía a Togo, que había liderado la épica etapa de Seppala) pero sí el que llegó a Nome. Balto se convirtió en una celebridad canina sólo superado por Rin Tin TIn. Balto y otros perros iniciaron una gira por todo EE.UU. donde fueron presentados junto con Kaasen casi como los únicos héroes (ya sabéis, no dejes que la realidad te estropee un buen negocio). Ese mismo año fue inmortalizado en una estatua que todavía se alza en el Central Park neoyorquino, y cuando murió, ocho años más tarde, fue disecado. Su cuerpo aún se expone en un museo de Cleveland.
Y es que la hazaña era de auténtico récord. Los diecinueve mushers y casi un centenar de perros recorrienron en 127 horas una ruta que normalmente se cubría en veinticinco días (y eso en verano) en medio de una de las peores tormentas registradas en la zona, en condiciones de práctica oscuridad y visibilidad nula, y con las temperaturas batiendo registros de gelidez, y sin perder ni una sola ampolla de suero por el camino. La carrera del suerlo salvó cientos de vidas. La cifra oficial de fallecidos fue de cinco (probablemente fuera más alta por la reticencia inuit a reportar a las autoridades el fallecimiento de sus niños), pero de no ser por aquellos héroes habría sido muchísimo mayor.
En homenaje y recuerdo a la épica historia anualmente se celebra la Iditarod Race, la carrera de trineos tirados por perros más importante del mundo. El anteriormente mencionado Félix Rodríguez de la Fuente estaba precisamente grabando un documental sobre ella cuando falleció al estrellarse su helicóptero. La historia de Balto es bien conocida, sobre todo desde que Steven Spielberg produjo una película basada lejanamente en su historia y sus dos secuelas directamente inventadas.